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viernes, 3 de julio de 2020

Como consecuencia de la crisis generada por el covid-19, se espera que las solicitudes de admisión a procesos de insolvencia aumenten significativamente. Por lo cual, resulta necesario ofrecer espacios alternativos, extrajudiciales, para la tramitación de estos procesos.

Uno de estos escenarios es el procedimiento de recuperación empresarial del Decreto 560 de 2020. El artículo nueve de este Decreto, reglamentado por el 842, dispuso que las objeciones al proyecto de graduación y calificación de créditos y las observaciones al acuerdo, presentadas en la fase de validación judicial de este trámite, podrían ser resueltas, entre otros, a través de arbitraje.

En un primer momento, esta previsión parece muy bien intencionada. La avalancha de solicitudes en materia de insolvencia requiere la existencia de soluciones. Y, en teoría, una de esas soluciones es permitir que particulares investidos como árbitros desempeñen funciones que, de otra manera, pasarían al conocimiento de la ya saturada Supersociedades.

Sin embargo, debe tenerse en cuenta que cualquier arbitraje requiere el consentimiento de todas las partes involucradas en el conflicto. Si se quiere que los efectos del acuerdo de recuperación empresarial sean oponibles a todos los acreedores o a todos los que pertenezcan a una categoría, estos deben haber consentido en un pacto arbitral para este propósito.

Es acá en donde la solución propuesta, teóricamente acertada, no resulta tan útil en la práctica. A la hora de votar un acuerdo de reorganización, los acreedores pueden asumir una de tres posiciones: votar a favor, votar en contra o abstenerse de votar. En los últimos dos casos, los acreedores, sea por la razón que fuere, no están de acuerdo con el contenido del acuerdo.

Desde este punto de vista, ¿qué hace pensar que un acreedor ausente o disidente consentirá un pacto arbitral para la validación de un acuerdo con el cual no está conforme? Debe tenerse en cuenta, además, que a diferencia de la labor de la Supersociedades, un Tribunal Arbitral no es gratuito. Lo cual genera aún más dudas sobre la operatividad práctica de este mecanismo.

En algún momento, circuló una propuesta de regulación que preveía hacer extensivos los efectos del pacto arbitral a los acreedores ausentes o disidentes. Sin embargo, esta propuesta, aunque hubiera solucionado el problema de la inviabilidad práctica del arbitraje, no resultaba factible desde el punto de vista constitucional, por el principio de voluntariedad y habilitación de los árbitros.

La extensión a terceros de un pacto arbitral requiere, cuando menos, una conducta que pueda dar a entender que, de manera tácita, una parte tiene la intención o al menos se representa la posibilidad de adherir al pacto; como sucede, por ejemplo, cuando un tercero garantiza un contrato que contiene una cláusula de esta naturaleza. En este caso ocurre todo lo contrario: existe una voluntad manifiesta de ir en contra del acuerdo o la de ni siquiera participar en él.

En conclusión, la existencia de métodos alternativos de resolución de conflictos en procesos de insolvencia es, en teoría, una buena idea. Sin embargo, la naturaleza del arbitraje parece incompatible con los procesos de insolvencia. Para que el mismo sea viable, se requiere de un deudor activo que, antes de iniciar con el procedimiento, logre obtener el consentimiento de todos sus acreedores para la celebración de un pacto arbitral. De otro modo, lamentamos predecir, este mecanismo está destinado al fracaso.