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miércoles, 28 de abril de 2021

Conversé con pequeños y medianos empresarios, como lo son la gran mayoría de quienes mueven la economía de este país. Por supuesto, charlamos sobre el impacto que la pandemia ha tenido sobre sus negocios. Sin embargo, más allá de la coyuntura, hablamos sobre la altísima carga regulatoria que deben cumplir, ampliada significativamente con el hecho de que ahora más compañías deben adoptar planes de cumplimiento como el Sagrilaft (Sistema de Autocontrol y Gestión del Riesgo Integral de Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo). En fin, varios empresarios consideran, con razón, que la carga regulatoria es de tal complejidad, que es imposible cumplirla a plenitud e implica unas cargas financieras y administrativas muy significativas.

En el mundo contemporáneo, está fuera de discusión que las actividades económicas requieren de cierta regulación para proteger derechos legítimos de terceros e, inclusive, bienes colectivos como el medio ambiente, la salud pública, la ética en los negocios, o los derechos humanos. Sin embargo, vale la pena reflexionar si en cierto momento la normas, tanto por su número como por su sofisticación, conllevan dificultades desproporcionadas para el ejercicio de la libre empresa, al punto que en algunas ocasiones implican el cierre de los negocios y, peor aún, un elemento de desmotivación para desarrollar nuevas empresas. En otros términos, si bien debe haber regulación de las actividades económicas, ésta no puede implicar una carga desmedida para los empresarios, al punto que estos no puedan desarrollar sus actividades o, como alguien bien me lo manifestaba, les implique un esfuerzo mayor ponerse a tono con la normatividad aplicable que el que deben poner para hacer prósperos sus negocios, generar empleos y contribuir al desarrollo del país.

Por supuesto, con esto no quiero decir que deban eliminarse por completo las cargas de cumplimiento normativo, ni mucho menos que cualquiera pueda montar cualquier negocio sin ningún límite ni respeto por los demás, ni tampoco que ciertos ámbitos de la economía, por sus particularidades, impliquen cumplir con todo rigor una estricta regulación. Abogo por la proporcionalidad, la razonabilidad y la necesidad de la carga regulatoria que se le imponga a los empresarios, según su tamaño, su proporción de costos, su ámbito de negocios, entre otros criterios. Mejor dicho, debe haber una suerte de ‘test de proporcionalidad’ al momento de implementar una regulación a determinado sector empresarial, verificando si de verdad se busca un fin legítimo con la nueva norma, si ésta es un medio idóneo para lograrlo y, sobre todo, la afectación o impacto para el empresario será mayor o no al beneficio que se busca con la nueva norma.

En el caso del Sagrilaft, la Supersociedades, con muy buenas intenciones y procurando cumplir diversos estándares internacionales, ha venido ampliando el número de empresas que deben adoptarlos. Sin embargo, el criterio general escogido para aumentar ese catálogo ha sido el de los ingresos y el de los activos empresariales. En realidad, estos requerimientos amplían masivamente las empresas obligadas a implementar dichos sistemas o planes, sin tener muy presente esa proporcionalidad que he mencionado. Habrá empresas que alcancen los ingresos o activos mínimos exigidos para incorporar dichos programas, pero sus costos de producción para lograrlos son ya significativamente altos, o el tipo de relaciones comerciales que tienen hace prácticamente nulo el riesgo de lavado de activos. En esos casos, que pienso no serán pocos, los programas de cumplimiento mencionados serán implementados quizá solo en el papel, tal vez sin la debida rigurosidad, pero ningún riesgo ayudarán a mitigar en realidad y, por el contrario, sí implicarán una erogación más para las empresas. El tiempo dirá si tengo la razón o estoy equivocado.