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sábado, 15 de mayo de 2021

Durante los últimos 15 años Colombia ha sido testigo de una escalada de la violencia durante las marchas y protestas adelantadas en sus principales ciudades y vías.

Los movimientos anexos a la izquierda se refugian en el derecho fundamental a la manifestación como su máximo respaldo para la realización de estas manifestaciones. Los movimientos de la derecha contraatacan denunciando anticipadamente infiltraciones de grupos al margen de la ley. De un lado, culpan a las fuerzas oficiales de ser los incitadores a la violencia y exigen su ausencia en estos actos. En la otra orilla, reclaman la militarización de las ciudades y las vías, demandando mayor severidad en la respuesta armada contra los desmanes causados por los manifestantes.

Alegan los unos que las marchas fueron esencialmente pacíficas y que solo un pequeño puñado de desadaptados generó los daños al patrimonio público y privado. Alegan los otros que estos daños hacen parte de una estratagema internacional conspirativa acuñada desde Francia, Chile o Brasil. Dicen los primeros que las marchas son el clamor de la sociedad, mientras los segundos las señalan de ser un arma más en la combinación de todos los métodos de lucha.

El gobernante afectado se apertrecha en el conocido principio de no negociar o ceder bajo presión, mientras los promotores del paro se aprovechan de este desueto argumento para incendiar aún más la controversia.

Los síntomas se repiten, la enfermedad está diagnosticada y los placebos servidos. Esta dinámica ha desdibujado por completo el verdadero y legítimo descontento e insatisfacción que la sociedad reclama. La voz querellante de la sociedad está quedando silenciada por los discursos grandilocuentes de los promotores y detractores de las marchas. La protesta ha sido reducida por los líderes de uno y otro bando como una herramienta más de polarización política y una campaña de adhesión de partidarios. Nada más lejano al propósito que subyace en el derecho fundamental a la manifestación pública y pacífica prevista en nuestra Constitución (Art. 37).

El seguir prolongando las manifestaciones sin un norte fijo seguirá generando que la discusión se concentre cada vez más en los desmanes ocurridos y no en la solución del problema. El exigir seguridad, educación, salud, bienestar, etc., sin pagar impuestos es una fórmula fallida. Ello da pie a que los gobiernos, convenientemente, concentren fuerzas en mantener el orden público más que en escuchar las razones de inconformidad de manifestantes. No cabe duda que estas marchas han sido, son y seguirán siendo usadas, con o sin premeditación, para generar caos, hurtos, daños y muerte, desconocimiento de manera inexplicable que esa violencia está afectando de manera directa y principalmente a la sociedad que alegan estar defendiendo. Tampoco es mentira afirmar que nuestras fuerzas armadas siguen cometiendo excesos en el uso de la fuerza. Si bien es cierto en la gran mayoría de los casos responden a las agresiones o provocaciones originadas por los vándalos disfrazados de sociedad civil, en no pocas ocasiones esa reacción es desproporcionada y afecta a inocentes.

Por ello mismo, este espiral negativo debe parar. La instrumentalización y manipulación de la sociedad en estas marchas debe detenerse. Bien es sabido que a nivel mundial los Congresos y Parlamentos dejaron hace mucho tiempo de ser esa figura representativa de la sociedad ante el Estado. Sus intereses son otros. Los estrategas de comunicación son cada vez son más activistas políticos y menos comunicadores.

Por ello, la solución no puede ser otra que abrir caminos y figuras institucionales, públicas y transparentes, para conocer y discutir los temas públicos. El verdadero líder de la sociedad será quien tenga el coraje de bajar la guardia y siente en la mesa a gobernantes y sociedad. Si bien, no todo puede ser y seguramente no todo será objeto de consenso, la sociedad debe escucharse antes de la expedición de políticas públicas o leyes que los afecten. La sociedad actual demanda canales de comunicación directos, sin intermediarios. La mejor forma de deslegitimar la violencia, es generando una opinión informada en la sociedad que nos permita conocer de antemano las reglas que se le pretenden imponer.

Ni las armas, ni las leyes nos mantendrán la libertad. El dialogo sí.