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martes, 6 de julio de 2021

El pasado 16 de junio se aprobó en el Congreso de la República el proyecto de ley que reforma el Código Disciplinario Único. No han sido pocas las críticas que ha recibido este Proyecto, dentro de las cuales cabe destacar la que pone en evidencia las descaminadas atribuciones jurisdiccionales que se le confieren a la Procuraduría General de la Nación.

Lo peor no solo es la evidente inconstitucionalidad del proyecto, sino la verdadera afrenta al Estado social de derecho que el mismo representa por cuanto desconoce, desdibuja y erosiona uno de los pilares esenciales de cualquier democracia como es la división de poderes.

Bien lo expresó la Corte Constitucional en Sentencia C-630 de 2014: la separación de poderes implica la limitación del poder público mediante la asignación de funciones, completamente definidas en la constitución y la ley a los diferentes órganos del poder público. Esa división debe analizarse a la luz del sistema de pesos y contra pesos y de la colaboración armónica, según los cuales se han de establecer herramientas para que los órganos del poder público se controlen entre sí.

Pero de ninguna manera, la colaboración armónica implica que se puedan desconocer las competencias asignadas a nivel constitucional a las ramas del poder público.

Es cierto que el artículo 116.3 de la Constitución autoriza el ejercicio de atribuciones jurisdiccionales en cabeza de ciertas autoridades administrativas, pero esas facultades son excepcionalísimas.

En el caso que se analiza se pretende ejercer la función disciplinaria - que por regla general recae en las autoridades administrativas, salvedad hecha en el caso de magistrados, jueces y fiscales, así como respecto de los abogados, - por medio de poderes jurisdiccionales.

De tal manera que se trata de un Frankenstein nunca visto, de una mezcla extraña y espuria que no cumple con la naturaleza excepcional que exige el artículo 116 de la carta.

Como si lo anterior no fuera suficiente, el proyecto tampoco cumple con los parámetros impuestos por la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a raíz de la cual se promovió este engendro.

En efecto, esa providencia estableció que sólo se puede destituir a un servidor público, elegido por voto popular, a través de una condena proferida por un juez penal, y reprochó la falta de imparcialidad en la investigación que adelantó la Procuraduría en el caso que fue objeto de pronunciamiento por parte de la Corte Interamericana.

Bajo las facultades jurisdiccionales propuestas, las salas disciplinarias, dependen jerárquicamente del Procurador General de la Nación, quien a su vez es el competente para conocer del proceso en segunda instancia.

De tal manera que por muchas facultades jurisdiccionales que se le otorguen a la Procuraduría, la verdad es que sus funcionarios seguirán teniendo un jefe funcional y orgánico, perteneciente a una autoridad administrativa, lo que compromete y repugna a la independencia e imparcialidad que debe seguirse en un proceso disciplinario y con mayor razón en un escenario judicial.

Así que lo que ocurrió realmente aquí es que, para cumplir con el fallo, la Procuraduría decidió pedirle al Congreso que la disfrazara de juez. Valdría la pena estudiar si no sería más apropiado trasladar a los buenos funcionarios que tiene esa entidad, algunos de ellos magníficos, a la rama judicial para que sean verdaderos jueces, lo que además permitiría suplir el déficit de funcionarios judiciales que existen en el país, sin necesidad de realizar nuevos cargos al presupuesto nacional.