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lunes, 15 de marzo de 2021

En esta época de fake news, vale la pena preguntarse qué tan presente está la verdad en el derecho. Para empezar, en lo que toca con el mundo judicial se habla de la verdad procesal para significar que el juez se atiene a la verdad que revela el proceso, sin permitirse demostraciones extraprocesales. Así, en aras de las garantías procesales, son muchos los casos en que culpables son declarados inocentes por falta de pruebas, o que legítimos titulares de derechos no logran su adjudicación o reconocimiento oficial, porque la verdad procesal difiere de la verdad verdadera. La distancia entre una y otra verdad varía según la calidad o habilidad del abogado, el nivel de rigorismo del procedimiento y, en particular, el grado de ritualidad que se aplica para la aceptación y la valoración de la prueba.

Pero la distancia entre verdades en el campo de lo judicial va mucho más allá del mero asunto de la verdad procesal. Además de que lo que no obra en el expediente no existe para el proceso, cada hecho y cada argumentación, como es obvio, tiene que pasar por el fino filtro del intelecto del juez. Para que la verdad verdadera aflore en su plenitud en la sentencia final, es necesario que supere el proceso de apreciación del juez. En ese sentido, no resulta tan literalmente cierto que la verdad se limita a lo que ofrece el expediente, pues, por supuesto, cada hecho y cada argumento ha de ser contrastado contra los juicios, prejuicios, creencias y percepciones del juez que, a su vez, se basan en su conocimiento y sus influencias culturales y familiares. Así de perfecto o de imperfecto es el sistema (según se mire).

En el lado de la ley, como otra fuente de derecho, se aprecian de igual manera ciertos riesgos y azares para la verdad. Al legislador, de la misma manera que el juez, le resulta imposible evitar que el ejercicio de su función de concebir y expedir la ley esté exenta de prejuicios o creencias, lo que nos traslada del mundo de la verdad puramente objetiva, si es que existe, a la verdad opinada. Se dirá que esto no es malo, sino muy bueno, pues se legisla para humanos y no para máquinas. En cualquier caso, podría alegarse con validez que las leyes en realidad no son soluciones para problemas, sino soluciones para percepciones de problemas.

Visto el lado de los hacedores de derechos, miremos ahora el lado de los beneficiarios del mismo. ¿Pueden los ciudadanos mentir válidamente? ¿Existe un derecho a la mentira? En principio, la respuesta es no. La buena fe es elemento esencial para el reconocimiento de derechos y es determinante para no perder beneficios en el ámbito de los contratos y las obligaciones. Sin embargo, en el derecho constitucional y en el derecho penal se reconoce el derecho a guardar silencio y a la no autoincriminación que, si se quiere, es una forma de mentira o de verdad procesal.

Más claro aún, a los ciudadanos les está vedado mentir, cuando ello afecta a otros. Grandes esfuerzos se hacen para sancionar las fake news en el ámbito de las redes sociales. En el campo de la publicidad y del derecho al consumidor es claro el deber de ofrecer información cierta, actual y verificable. Pero, el asunto es que la mente es altamente vulnerable. Daniel Kanheman recuerda que el proceso mental está lleno de fragilidades y que con increíble facilidad caemos en errores cognitivos.

El problema grande es que la mente se deja engañar no sólo por terceros, sino por uno mismo. Los hombres manipulan sus propias creencias, reprimen la memoria o reinterpretan sus recuerdos sobre aquello que les es desfavorable. Nos mentimos incluso para causarnos placer o dolor. Así las cosas, el reto para el derecho se pone bastante difícil, pues no sólo sabemos manipular la verdad de otros, sino la propia.