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lunes, 25 de febrero de 2019

A pesar de que, como dice Larry Diamond del Instituto Hoover, la democracia está en recesión, el capitalismo se sigue expandiendo por todos los territorios, casi sin reparo de raza, religión o cultura. Es innegable que el capitalismo ha servido de muchas maneras la humanidad, especialmente al permitir el mayor acceso a servicios a toda la población y la mejora continua de la calidad de productos y servicios, como resultado de la competencia abierta y la globalización. Hoy hay menos pobres que hace cien años, muchas más oportunidades laborales y de desarrollo humano, y la riqueza en números absolutos crece exponencialmente.

Pero el sistema capitalista deja a su paso avasallador muchos daños en el camino, que estamos muy lejos de resolver. El primero de los efectos muy negativos es la desigualdad. El sistema está muy bien diseñado para crear riqueza, pero no para lograr una distribución equitativa. Basta ver que los 1.000 individuos más ricos tienen un patrimonio superior al de los 3.800 millones de personas más pobres. La brecha sigue ampliándose año por año y no son eficaces para evitarlo ni los tributos, ni las políticas públicas focalizadas, que supuestamente se crean con ese objetivo.

En buena medida, el deterioro ambiental a nuestro planeta Tierra se le debe a la guerra capitalista por el centavo. La destrucción de la capa de ozono, la contaminación del aire, la deforestación, la contaminación de los ríos, el uso del mercurio para extraer oro, la caza de especies en extinción, son algunos ejemplos. El libre juego de la oferta y la demanda que se soñó Adam Smith es muy bueno para el desarrollo de los mercados, pero no para la salud del planeta.

Otro ejemplo del daño del capitalismo está en la comida procesada que comemos a diario y que nos meten por los ojos a través de la publicidad, muchas veces engañosa. El poder de la industria de alimentos y la fuerza persuasiva del mercadeo masivo ha generado un marcado deterioro en nuestros hábitos alimenticios, lo que repercute en la calidad de vida, la sostenibilidad del ambiente y en el costo de la salud pública.

Otro fuerte reproche al capitalismo salvaje está en la perturbadora capacidad de influencia que los grupos económicos tienen sobre los hacedores de política pública. En una charla muy interesante en el pasado Hay Festival en Cartagena, las panelistas Brigitte Baptiste, Rosie Boycot y Michael Pollan se referían a este problema que se enquistado en las principales economías y contaban que la prestigiosa revista The Lancet ha hecho un llamado mundial para reducir la influencia de las grandes empresas en la política pública en materia de salud humana. El riesgo del lobby sofisticado y poderoso es enorme porque puede producir distorsiones graves en la agenda regulatoria del Gobierno de turno y puede, incluso, llevar a la captura del ente público.

Al final, la veneración de la rentabilidad y el desprecio de otros valores no económicos ha generado un desbalance tan fuerte, que se ha hecho tarde para revisar el modelo a fondo, responsabilidad que cae sobre los hombros de muchos, pero en especial del mismo legislador, que debe ocuparse de pensar en construir los incentivos correctos para cambiar radical y urgentemente el comportamiento colectivo.

La enorme tarea que está por delante es repensar el Estado en su esencia misma para lograr reconducir a toda la sociedad hacia un nuevo equilibrio, un equilibrio real que permita mantener el dinamismo propio de las economías abiertas, pero poniendo como presupuesto determinante no negociable, la sostenibilidad de la vida y el ambiente.