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miércoles, 29 de enero de 2020

Es innegable que en una sociedad moderna, en la gran mayoría de los casos, cada persona cumple un rol. Podemos hablar incluso de los roles de distintas profesiones. El rol del abogado en un estado social de derecho es especial y bastante amplio. Desde mi perspectiva como penalista puedo decir que un abogado penalista es a veces la única cortapisa y barrera ante la potestad punitiva del estado. Cumple con la función social de escuchar y tal vez algo más importante y noble: generar certidumbre y en algunos caso esperanza.

Ahora pongamos ese rol particularmente bello e importante en un contexto social donde hay muchas personas que no tienen el dinero para adquirir aquellos beneficios especiales propios del derecho. Una persona común y corriente se ve enfrentada a escenarios que nunca antes ha presenciado: un juez, un fiscal acusando y posiblemente un grupo de víctimas señalándole.

Como si de poesía misma se tratara, a su lado derecho se encuentra un desconocido, pero el adjetivo no lo califica bien, porque ese desconocido tiene como vocación y obligación buscar los escenarios jurídicos más favorables, exigiendole al Estado el cumplimiento de todas las reglas de juego para poder decir que se está obrando de una manera justa y legal. Ese desconocido es nuestro abogado público, miembro de la defensoría pública, ese profesional del derecho es la piedra angular de nuestro enfermo sistema penal, ese jurisconsulto es lo que separa la voracidad de un sistema ansioso de eficientismo de un ciudadano que tiene derecho a ser tratado igual que cualquier otro ante la ley.

Que función noble y altruista cumplen los defensores públicos impregnados de esperanza pero también de honestidad para generar la certidumbre de panoramas legales claros.

Hoy los defensores públicos son tal vez la parte más olvidada, abandonada, mal entendida y despreciada del sistema de justicia colombiano. Pareciera que, según cifras aproximadas, 80% de la defensas penales de todo el país que asumen, no fueran suficientes para entender su rol determinante en nuestra democracia.

Las condiciones legales de su vinculación son, francamente, inequitativas y absolutamente ínfimas a sus pares dentro del litigio. Solo basta comparar la estabilidad laboral y salarial de los fiscales y los jueces con los defensores públicos. A los miembros de la defensoría pública les pagan honorarios dentro de un contexto de un contrato de prestación de servicios. Esto implica que ellos mismos deben costearse su seguridad social, la cual tiene que estar paga para el desembolso de honorarios. Generalmente se cree que por estar vinculados civilmente tienen la posibilidad de llevar un buen número de casos privados pero en realidad, su carga es tan elevada, que excepcionalmente pueden dedicarse a estos.

Este tema excede a las competencias mismas de la Defensoría del Pueblo, los reflectores deben ponerse (como siempre) en el Congreso y en el Ejecutivo. Debemos exigir acciones concretas para mejorar la primer cara amable del ciudadano con la justicia, necesitamos entregarle mejores condiciones salariales y una estabilidad laboral que permita a los defensores dedicarse a sus casos. Exigirle a los jueces que sólo soliciten el apoyo de la Defensoría cuando es estrictamente necesario y realizar controles precisos para que este servicio solo le llegue a los que realmente lo necesitan.