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viernes, 8 de noviembre de 2019

La bandera de la “defensa de los menores de edad” ondea fuertemente cada vez que ocurren casos de violencia sexual, en los que las características tenebrosas de estos logran unificar a esta sociedad polarizada alrededor de un argumento, penas más severas para proteger a los menores.

Argumento atractivo, sencillo, simplista y con gran capital político, ya que lo macabro de cualquier ataque a un menor, dentro de un contexto incipiente de sexualidad, genera un morbo indignante, en el que selectivamente, medios de comunicación y políticos en general materializan para imponer un argumento político a cualquier razonamiento criminológico, victimológico, sociológico y jurídico para sustentar modificaciones legales y constitucionales.

Hoy, puedo decir, sin temor a equivocarme, que la gran mayoría de proyectos que afectan el sistema penal carecen de motivos propios de una política criminal interdisciplinaria. Las creaciones de nuevos tipos penales; la erradicación de subrogados o beneficios procesales dentro de un contexto de justicia premial; las limitaciones constantes a los mecanismos alternativos de terminación del proceso; la oficiosidad de innumerables delitos; entre otros, generan un contexto de una enfermedad autoinmune, donde el mismo sistema se ataca.

Pero me gustaría reflexionar en algo. ¿Qué pasaría si nos preocupamos por nuestros niños no solo en el enfoque de represión, reaccionario a cualquier conducta y anticipamos nuestra indignación para exigir más en prevención de conductas, educación y presencia del Estado en el desarrollo de la niñez? Propongo pensar más en el menor que en el delincuente, enfocar los recursos en atender las verdaderas necesidades de la población infante y juvenil que en dedicar recursos a privar indefinidamente a delincuentes en la cárcel.

Lo primero que hay que aclarar, es que no propongo un supuesto abolicionista de las penas contra agresores sexuales de menores. Las penas hoy son más que suficientes, en mi criterio excesivas, para este tipo de delitos. Pero lo que critico es la voluntad de gastar más recursos públicos en represión.

Aproximadamente, mantener un preso nos cuesta $20 millones mensuales en las condiciones actuales; condenados por delitos sexuales a corte de 2018 eran 1.568 (los registros de denuncias sobre delitos sexuales del 2018, según el Icbf fueron de 27.010 (2017, 20.663; 2016, 18.416)); la expectativa de vida en Colombia ronda los 75 años mientras que el promedio de edad de convictos por delitos sexuales ronda los 39 años. Mantenerlos de por vida nos costaría $29.000 millones (0,01% del presupuesto general de la nación). A esto hay que adicionarle que no existen hoy los cupos carcelarios necesarios. El hacinamiento según el Inpec ronda el 51,55%. Hay capacidad máxima para 80.236 personas y tenemos en prisiones 121.596. Crear un cupo carcelario cuesta $120,21 millones. El costo fiscal final rondaría los $643 millones por preso condenado a prisión perpetua.

Acá es donde debemos hacer un alto en el camino y pensar en que debemos exigir que se invierta el dinero que con esfuerzo aportamos al Estado. ¿Qué pasa si los costos de la prisión perpetua los enfocamos en generar mejor cobertura de educación básica, secundaria o profesional? ¿Cuáles serían los resultados de destinar mayor dinero al Icbf? ¿Qué pasa si dejamos de invertir tanto en la represión de criminales y los invertimos en la niñez? ¿Por qué no fortalecemos los instrumentos preventivos de la ley 1146 de 2007?