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miércoles, 29 de abril de 2020

Hay referentes nefastos que juramos nunca repetir. Cada tragedia debe dejarnos una enseñanza y desde ese momento se desprende una obligación para cada ser humano de evitar, con todo su ser, que episodios negros de la historia se repitan.

Uno de esos referentes son los campos de concentración. No hay que ir muy lejos en la historia para recordar las imágenes dantescas de Auschwitz o los gulags soviéticos. Incluso en nuestro continente han existido estos campos. Argentina y Chile en la dictadura, Colombia con alemanes en Fusagasuga o los miserables espacios que usaban las Farc para retener a los secuestrados, México con el campo del Perote y actualmente Estados Unidos con los centros donde recluyen inmigrantes, entre otros.

Estos lugares tienen algo en común más allá de la definición técnica. El sometimiento de los retenidos a condiciones infrahumanas, donde la vida humana en ningún escenario puede desarrollarse de una manera digna. Muchos mueren por ausencia de asistencia medica, otros por el hacinamiento y otros porque su mente no tuvo la resiliencia adicional para conllevar un escenario dantesco. Peor aún cuando a dicho lugar arriba una pandemia extremadamente contagiosa.

Ahí es cuando debemos parar, tomar aire y llenarnos de sensatez. Preguntémonos, ¿Qué queremos como sociedad? ¿Qué queremos hacer con las personas que yerran? ¿Qué queremos hacer con nuestros presos?
Para responder lo anterior solo podemos partir de un punto de referencia vital: la Constitución de 1991.

Al ser Colombia un estado social de derecho, tenemos que entender que el individuo es el punto de partida del Estado, pero también su finalidad. En otras palabras, el Estado debe estar al servicio del ciudadano para que este desarrolle su vida dentro de los lineamientos que en la carta magna se establecen.

La vida, la dignidad humana, el debido proceso, la presunción de inocencia, la igualdad y, por supuesto, la resocialización hacen parte de esos principios fundamentales en que las personas y, en particular, los privados de la libertad deben desarrollar su vida.

Entonces no podemos quedarnos de brazos cruzados cuando vemos como nuestras cárceles se están convirtiendo en campos de concentración donde antes la igualdad y la dignidad humana se evaporaban por los barrotes y ahora se les suma la vida, que se va por una pandemia exponenciada por el hacinamiento, consecuencia de un desarrollo legislativo tremendamente irresponsable.

Esto es una cuestión de principios, no de afinidad. Por los primeros se lucha hasta el cansancio, porque concebir una vida sin ideales y derroteros que definan nuestra esencia es una vida vacía sin criterio. Tengo por principios el respeto por la vida, el perdón y las segundas oportunidades.

Es por esto por lo que el Decreto 546 del Gobierno ni siquiera puede catalogarse como un paño de agua fría. Si la finalidad es descongestionar nuestras cárceles temporalmente, no tiene razón lógica alguna plantear 80 exclusiones para la descongestión, algunas que ni siquiera la ley contempla para los subrogados.

Delitos de alto impacto como el concierto para delinquir simple o el hurto simple debieron ser los primeros en aplicárseles la domiciliaria transitoria. Del mismo modo, conductas como la corrupción privada o el peculado no debieron plasmarse como excepciones.

El Gobierno debe modificar este decreto y limitar las exclusiones a los delitos más graves.

De no modificarse, vamos directo a la peor tragedia carcelaria de la historia de este país.