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martes, 26 de mayo de 2020

Con todo este remezón de las medidas para evitar la propagación del covid-19, el cierre de juzgados y la suspensión de términos, no se hicieron esperar las propuestas para que la justicia de alguna manera empezara a operar con normalidad: magistrados y jueces, junto a sus funcionarios, siguieron trabajando desde sus casas. Incluso, las excepciones a la suspensión de términos fueron ampliadas por el Consejo Superior de la Judicatura como un augurio de que en estos dos meses íbamos a encontrar la forma de que lentamente la justicia se reactivara, tanto así que expresamente dispuso que se “privilegiara el uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones”.

Estas buenas noticias frente a los esfuerzos de la Rama Judicial por retornar a las labores, de la mano con el irresistible cambio que atravesamos, me llevó a escribir mi columna pasada llena de entusiasmo y esperanza ¡no seremos los mismos! ¡vamos a ponernos al día y esto nos forzará a modernizarnos! Claro, escribí desde el deseo, hoy tristemente pienso que me adelanté.

Desde hace ocho años implementamos la oralidad para hacer más rápida y efectiva la administración de justicia, también llevamos casi dos años tratando de migrar a la justicia digital y ahora, ante esta imposibilidad de hacer todo “como antes”, en lugar de migrar a lo digital y efectivamente privilegiar el uso de TIC, el Consejo Superior de la Judicatura propone a la Ministra de Justicia volver al sistema escrito para ciertas actuaciones ¿a qué estamos jugando? ¿un paso adelante y dos atrás?

Las propuestas del Consejo Superior de la Judicatura para garantizar la prestación del servicio de justicia y proteger la salud y seguridad de los servidores judiciales y los usuarios de la Rama Judicial echan al traste los avances que trajo el Código General del Proceso y el Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo. ¿Se nos olvidó cuál fue la razón por la que se pasó a la oralidad?

Pareciera que el Consejo Superior de la Judicatura desconfiara de las bondades de la oralidad y que ignorara que a través de medios tecnológicos algunas audiencias pueden surtirse sin mayor complicación (otra cosa ocurre cuando se trata de audiencias de pruebas, en las que la inmediación no es tan inmediata y dejan de percibirse muchas cosas de las partes y los testigos), como por ejemplo las audiencias de segunda instancia sin práctica de pruebas, que ahora, inexplicablemente propone devolver a los tiempos del Código general del Proceso.

Pensemos en una segunda instancia ante un Tribunal Superior. Estos despachos en su mayoría ya estaban dotados de medios tecnológicos, así que no resulta tan exótico seguirlos usando (ahora desde “la comodidad del hogar”). La audiencia tiene como único fin (salvo que se vayan a practicar pruebas) la presentación de las alegaciones finales que son una suerte de monólogos de 20 minutos cada uno, en los que el apelante desarrolla sus argumentos y el opositor los refuta.

Luego de esto, los magistrados deliberan y profieren el sentido del fallo (en los casos en que prefieren dictar la sentencia escrita - para lo que tienen sólo 10 días) o dictan la sentencia oral. Todo esto toma entre dos y cuatro horas, dependiendo del caso. ¿Qué lógica tiene dilatar las sentencias de segunda instancia volviendo a los alegatos escritos que, de entrada, ya suman 10 días (cinco para el apelante y luego cinco para el opositor) a algo que perfectamente puede ocurrir en un solo día? No es necesario devolverse, ni para coger impulso.