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lunes, 18 de abril de 2016

Ahora, toda vez que en el campo del derecho privado colombiano la regla general es que los negocios jurídicos son simplemente consensuales, los escenarios de responsabilidad en una etapa previa a la celebración del contrato no son abundantes. Sin embargo, lo anterior no significa que no exista la posibilidad de que durante la etapa precontractual se genere un daño y que, por consiguiente, se le deban resarcir los perjuicios correspondientes a la parte que los sufra.

En efecto, la Ley, la doctrina mayoritaria y la jurisprudencia concuerdan en que en aquellos eventos en los que se causen perjuicios por violación al principio de la buena fe en la etapa precontractual, se deberá reparar a la víctima del daño. Siendo claro que la violación del principio de buena fe es el fundamento básico de la responsabilidad precontractual, vale la pena ahondar en los deberes que dicho principio impone a las partes que se acercan con el propósito de celebrar un contrato. En este sentido, encontramos como principal deber el de no abandonar las negociaciones sin justa causa. Si bien es cierto que las partes no están obligadas a concluir sus negociaciones con la celebración del negocio jurídico, sí resulta acertado afirmar que se comprometen a un “resultado próximo”. Entonces, lo mínimo que merece una parte que ha puesto todo su empeño y esfuerzo para llegar a un fin legítimo, es que la otra parte no interrumpa abruptamente las tratativas sin tener una razón legítima para hacerlo.

Para determinar los perjuicios que deben indemnizarse en los eventos de responsabilidad precontractual, la doctrina y la jurisprudencia han acudido a la distinción de los conceptos de “interés negativo” y de “interés positivo”. Dicho “interés negativo” o de confianza abarca todo lo que el acreedor hubiera tenido -como parte de su patrimonio- si no hubiera confiado en los tratos preliminares, luego frustrados, más no lo que se dejó de ganar por no celebrar y ejecutar el contrato, lo cual constituye el “interés positivo”.

La postura “clásica” en esta materia ha sido que únicamente es posible reparar: el daño emergente de la parte que ha visto frustrada su intención de celebrar el negocio jurídico pretendido y el lucro cesante, que como lo ha señalado la honorable Corte Suprema de Justicia, es aquel “originado en los beneficios o ganancias que no se han obtenido por haberse desechado opciones ciertas de ingresos para procurar, en su lugar, la celebración del contrato que finalmente resultó frustrado”.

Constituyen dicho daño emergente, por ejemplo, los gastos de asesores legales, contables o de cualquier otro tipo en que haya debido incurrir el negociante afectado durante las negociaciones. Por su parte, el lucro cesante sería la ganancia cierta que se dejó de obtener al no celebrar otro contrato por enfocar todos los esfuerzos en lograr el nacimiento del negocio frustrado. En este caso habría que acreditar que paralelamente, sin violar el deber de lealtad e información, se estaba negociando con otra persona otro contrato que no se concretó por enfocar todo el esfuerzo en culminar las negociaciones que a la postre se vieron frustradas o que, por ejemplo, se recibió una oferta irrevocable que se rechazó por la confianza en que se iba a celebrar el negocio fracasado.

No obstante lo anterior, teniendo en cuenta el principio de reparación integral, rector del derecho de daños, no resulta acertado negar de plano la posibilidad de reconocer un lucro cesante más amplio en estos eventos de responsabilidad. De esta manera, en cada caso concreto lo adecuado es analizar el estado de las negociaciones frustradas, evaluando su dimensión y avance, para determinar la certeza o eventualidad del perjuicio sufrido.