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En este sentido, sólo se requiere echar un vistazo a los departamentos jurídicos de todas las entidades que intervienen en la incautación de un bien para darse cuenta el volumen de demandas tan desproporcionado que se generan a raíz de un mal procedimiento: Falta de compromiso y corrupción de los depositarios provisionales (administradores), falta de vigilancia frente a los mismos y negligencia por parte de las entidades encargadas de administrar los bienes (no sólo la DNE), entre otros, son las razones más frecuentes de condena.
En otros términos, vehículos entregados a sus dueños en total deterioro por indebida administración (defectuoso funcionamiento de la administración de justicia) y la inhibición en la acción de extinción de dominio después de 5 o 10 años de incautación (error jurisdiccional) son sólo algunas de las razones que alientan las millonarias demandas en contra de todas las entidades que intervienen. Fenómeno este último, que motivó la creación de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado con el fin de intervenir proveer una correcta defensa jurídica en los procesos judiciales en contra de la Nación.
Así las cosas, evidente es que entre más entidades estatales que no cuentan con las herramientas necesarias intervengan en un procedimiento tan complejo como el de la incautación, mayores posibilidades se presentarán de concretarse una falla del servicio que genere multitudes de mecanismos de reparación directa en contra del Estado y por ende congestión judicial.
Todo lo anterior, sin contar con la gran inversión que deberá hacer la Nación representada en: infraestructura, ayuda técnica y tecnológica, personal capacitado de la Fiscalía General de la Nación, mayor número de jueces y un incremento del pie de fuerza para lograr así su efectivo funcionamiento. Al respecto, en un artículo publicado en este mismo Diario llamado “El Derecho Penal no es la salvación” puse sobre la mesa el mismo planteamiento con el que pretendo reforzar el presente argumento: carece de sentido llevar a cabo una iniciativa legislativa y materializar en ley la misma si el Estado no cuenta con el personal (tanto en número, como en aptitudes), con los elementos tecnológicos como medidores de alcoholemia, laboratorios forenses y cámaras y con la infraestructura adecuada para la concreción de tal fin.
En tal escrito se mencionó que el delincuente no transita con el código penal debajo del hombro investigando cuál delito es el que representa menos consecuencias jurídicas para así cometerlo, sino que por el contrario actúa de acuerdo a la efectividad de los medios que se tengan a disposición para la investigación e imposición de la pena.
Por lo tanto y expresándolo en términos coloquiales, no vale la pena modificar el Código Penal o cualquier otro código con el fin de endurecer penas o crear delitos sin que se cuente con los recursos técnicos, materiales y humanos para tal objetivo. La única consecuencia de tal descalabro jurídico es algo de lo que ya estamos hartos: impunidad.
En adición, tampoco considero que la figura de la incautación, más allá de sus numerosos inconvenientes, sea la adecuada para atacar de raíz el problema que estamos viviendo.
Entonces, se debe analizar desapasionadamente la problemática bajo el cristal de una política criminal coherente, racional y eficiente para así formular propuestas que no representen tan alta riesgo jurídico frente a la responsabilidad del Estado y que a su vez cercenen de un solo tajo el problema presentado.
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