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lunes, 12 de agosto de 2019

Hace más de dos años el Departamento de Justicia de los Estados Unidos (DOJ) sorprendió al mundo con su decisión de bloquear la integración vertical llevada a cabo entre dos gigantes de las telecomunicaciones: AT&T y de la televisión: Time Warner.

La tempestad se desató porque se trataba de la primera acción del Gobierno, en casi cuarenta años, dirigida a bloquear una integración vertical. Ello iba en contravía de la práctica tradicional de esta autoridad, de permitir este tipo de operaciones.

Se dijo que la decisión del bloqueo obedecía a los mandatos del presidente Trump, que en reiteradas ocasiones había expresado su animadversión por Time Warner.

El 26 de febrero de 2019, el Tribunal de Apelaciones rechazó el recurso presentado por el DOJ y confirmó la decisión del Tribunal de Distrito de Columbia de autorizar la fusión de las empresas intervinientes, sin ninguna condición.

Al margen del malestar que generó la influencia de la mano nada invisible de Trump en esta operación, este proceso puso nuevamente a las integraciones verticales en el centro del debate.

Ello porque no obstante la Sección 7 del Clayton Act prohíbe las fusiones que puedan disminuir sustancialmente la competencia, la carga de probar que la operación objeto de investigación tendrá efectos anticompetitivos recae en el DOJ.

Así, al paso que, por décadas, el DOJ ha invocado la Sección 7 para bloquear fusiones horizontales, las operaciones de integración vertical, en cambio, han sido aprobadas sin dificultad.

Surge entonces la inquietud, por un lado, de si la actuación del DOJ en la fusión de AT&T y Time Warner corresponde a un caso aislado o si, por el contrario, este órgano pretende adoptar una posición más agresiva frente a las integraciones verticales.

Se discute también si es necesario o no repensar las guías sobre este tipo de integraciones vigentes en Estados Unidos.

Al respecto, hay quienes opinan que la creencia de que las fusiones verticales son siempre eficientes y pro-competitivas es un rezago de análisis económicos obsoletos, que deben ser reevaluados. En ese sentido, abogan por una aproximación más estricta y vigorosa respecto de las operaciones de integración vertical. Por el contrario, quienes defienden con fervor las eficiencias resultantes de una integración vertical consideran que no hay nada confuso en las guías actuales y que su modificación podría implicar una regulación excesiva e indeseada.

Además, algunos doctrinantes consideran que, independientemente de la severidad con la que se debe evaluar una integración vertical, la guías de 1984 sobre integraciones verticales son en todo caso arcaicas, por lo que deben ser reformadas y actualizadas.

La necesidad de una regulación más o menos estricta, dependerá de las particularidades económicas y de mercado de cada país. Es claro que el marco legal debe adaptarse a las nuevas realidades, y las integraciones verticales no son la excepción. Su regulación debiera, en todo caso, consultar las circunstancias de cada mercado porque, en estos asuntos, lo que es conveniente para un país no necesariamente lo es para otro: los tamaños, las economías de escala, las eficiencias no son las mismas en todos los países y por consiguiente los criterios de evaluación de estas operaciones tampoco pueden serlo.

Lo que sí es un factor común, es la necesidad de garantizar la independencia de la autoridad de competencia, del ejecutivo, para evitar interferencias indeseables en decisiones que deben obedecer a razones eminentemente técnicas.