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lunes, 23 de diciembre de 2019

Tendría no más de cinco años y me acuerdo de ver a mi abuelo caminar de un lado a otro mientras le dictaba a su secretaria algún memorial. No olvido la entonación que le ponía a cada palabra, como en cada una de sus pausas se detenía frente al escritorio en el que dejaba abierto a un expediente que repasaba a ratos o se sentaba a leer apartes de algún libro o código para luego continuar la idea. Verlo en ese ejercicio de construcción era fascinante.

Fui testigo de ese ritual varias veces: caminaba de allá para acá, con la misma determinación que ponía en cada una de las palabras que dictaba y que iban acompañadas del sonido de la máquina de escribir. Muchas veces le pregunté qué era eso de ser abogado y el por qué sabía hacer eso tan raro. Me explicó seguramente una gran cantidad de cosas, o no tantas, que la fragilidad de la memoria no me permiten recordar con precisión, o no con la exactitud que me gustaría hoy. De esas charlas, recuerdo que le preguntaba por ese diploma que tenía colgado en su oficina y que lo certificaba como experto en técnica de casación. Recuerdo que la palabra me sonaba a casa y que él trataba de explicarme que era un recurso ante la Corte Suprema de Justicia y de ahí saltaba a explicarme qué era eso de la Corte. Con toda la seriedad del caso me hablaba de la jerarquía judicial y se ponía como ejemplo a él mismo y de cómo había sido Juez en Facatativá. Todo para hacerme entender la importancia de la judicatura: “Ser juez y ser magistrado es un honor, es la mayor dignidad de un abogado”.

Siempre me habló de las grandes figuras del derecho, de los magistrados de la Corte de Oro, de la evolución del derecho a través de la jurisprudencia y me sembró ese principio de admiración y respeto hacia los jueces. Sin saber leer todavía estaba convencida de que los magistrados estaban sentados en una suerte de Olimpocon el poder de decidir sobre prácticamente todos los asuntos. A los cinco años cualquier cosa que sonara a Palacio, Corte Suprema de Justicia y Majestad tenía una fuerte dosis de magia que la relación automática entre lo que me explicaban y las palabras era que los magistrados eran como reyes, príncipes o súper héroes.

Pero estas ideas infantiles evolucionaron, me convertí en abogada y, superado ese imaginario sobredimensionado, entendí a qué se refería mi abuelo, mi papá y sus amigos abogados cuando en sus tertulias hablaban de la judicatura y las decisiones de las cortes. Entendí el valor y la importancia de la magistratura.

Justo antes de escribir esta columna se hizo pública la condena de 78 meses de prisión impuesta por la Corte Suprema de Justicia al ex magistrado Jorge Pretelt, otro de los casos, junto al de los tristemente renombrados Francisco Ricaurte, Leonidas Bustos y Gustavo Malo, en los que la majestad de la justicia se ve empañada por escándalos de corrupción (y sentencias condenatorias) y esa niña que, ingenuamente, se imaginaba a los magistrados como superhéroes, se niega a vivir la decepción.

Lamentable que casos tan oscuros como estos empañen la imagen idealizada que otros niños puedan llegar a tener de nuestros magistrados. Niños que crecerán y que no verán con tanto respeto y admiración a los jueces y magistrados. Es inadmisible que escándalos así empañen una profesión que siempre ha gozado de la más alta dignidad. Duele pensar que las recientes cortes vayan a pasar a la historia por personajes que mancillaron su dignidad sucumbiendo a todo aquello que le está vedado a un juez.