Jamás he utilizado el espacio que generosamente me han concedido las directivas de este medio de comunicación como trampolín para alcanzar aspiraciones ocultas, o saciar intereses particulares, ya que mi único objetivo es aportar a la construcción de un mejor país. Quizás sea muy pretenciosa mi intención, pero es lo que siento y lo que creo que debo hacer.
Nunca he publicitado los casos a mi cargo en los artículos que realizo, pues, además de que no es ético, nada tiene que ver mi actividad como líder de opinión con mi desempeño profesional como litigante: cuando escribo, trato de ser lo más objetivo posible; en el estrado judicial, reconozco que muchas veces me dejo arrastrar por la pasión fulgurante que me produce el derecho.
Hoy, haré una excepción: hablaré de mi actividad como abogado penalista y de un caso en particular, que, por la gravedad de los hechos, amerita ser comentado.
Cuando un abogado decide dedicarse al derecho penal y actúa de frente, con valentía, honestamente y sin esconderse detrás de “testaferros” o “firmones”, debe entender que ganará más enemigos que amigos. Cada vez que termina una defensa, es el abogado quien debe salir a defenderse. Al concluir la batalla del cliente, comienza la guerra de su abogado con los enemigos de aquel: es una regla ineludible del litigio no vergonzante.
Llevo casi la mitad de mi vida dedicado al derecho y, en ese tiempo, he sido víctima de toda suerte de infamias y señalamientos. En algunos casos, los montajes han desembocado en procesos judiciales en mi contra, todos sin excepción resueltos a mi favor. Cuando se tiene la razón y se actúa en el marco de la ley, la maldad no campea.
El odio de mis contrapartes, la envidia de algunos colegas que no logran superar su mediocridad, y la incomprensión de un sector de la sociedad que desconoce las razones en las que se fundamenta la defensa penal han sido los detonantes de tan injustos ataques. Gajes del oficio, en todo caso.
Cuando recibí el proceso contra Silvia Gette, mis compañeros de oficina en Barranquilla me advirtieron del peligro que corría, no sin antes hacerme saber que la otrora rectora de la Universidad Autónoma era una “intocable”. Ambas cosas me llamaron la atención: me gustan tanto el riesgo como los retos. Para la ley no debe haber “intocables”, y Silvia Gette no sería la excepción.
A partir de ese momento Silvia Gette y su “abogangster” Arcadio Martínez, urdieron un plan para asesinarme. Ante la imposibilidad de lograr su protervo cometido, intentaron “montarme” un proceso judicial que fue develado y puesto en conocimiento de la Fiscalía por alias “Don Antonio”. Desde la cárcel, se han dedicado a torcer conciencias y a comprar testigos.
Hoy, ante la inminencia de una condena por sus múltiples fechorías y el desmantelamiento del aparato mafioso que controlaban, la Gette y el bandido de Martínez, siguen empeñados en hacerme daño.
Según lo revelado a las autoridades por un nuevo testigo, y por un informe de inteligencia, ese par de lacras, ayudados por otras de igual calaña, como Zoila Turbay, Gerente del fondo de Empleados; Lilia Cedeño, exdecana de derecho; el marido de esta, el periodista Víctor López; el lavador Gustavo Salcedo, los hermanos de Arcadio, William Márquez y un abogado que posa de filósofo, “íntimo” amigo de otro “calanchín” de la Gette, Leonardo Reales, no solo volvieron a activar el plan para darme muerte, sino que también se proponen fabricar testigos falsos para propiciar procesos en mi contra.
Les notifico a mis enemigos en general que nada de lo que hagan me hará desistir de mi empeño en que se haga justicia. A diferencia de ellos, no me mueve el dinero, son mis convicciones las que me impulsan, y les recuerdo que no hay nada más difícil que enfrentarse a un hombre que no tiene miedo.
La ñapa I: Es un honor haber sido escogido como uno de los líderes de opinión más importante del Caribe.
La ñapa II: Apoyo total al proceso de paz con las Farc y a la participación política de sus miembros.
La ñapa III: Felicidades a la gloriosa Policía Nacional en sus 122 años.
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