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sábado, 14 de septiembre de 2019

Actualmente se discute en Colombia la posibilidad de sancionar penalmente a las sociedades que cometan crímenes, toda vez que la personalidad jurídica de las empresas, aunque sea una ficción legal, puede ser utilizada para facilitar, beneficiar o ser instrumento del delito.

Por ejemplo, un corrupto puede conseguir contratos para una empresa de su familia de la cual él no participa. Si la justicia se queda simplemente en la condena penal para el agente corruptor, la sociedad familiar y sus asociados seguirán gozando de las utilidades ilícitas, lo que incentivaría a creer que el crimen sí paga.

Esta discusión ha ocupado la doctrina nacional desde que la ley societaria habló en 1995 de la posibilidad de levantar el velo corporativo para actos sociales fraudulentos, pero a hoy la regulación no es contundente. Dentro de un entorno global, donde organismos como la Ocde promueven este tipo de regulaciones, ya no se trata de una iniciativa colombiana o de un buen propósito sino que castigar a las empresas que cometan delitos se convirtió en un estándar internacional.

Los casos de empresas corruptas con bajo índice de sanción (conocidos por todos) que enlistó el Procurador General de la Nación en su intervención en el primer foro de responsabilidad penal de las empresas que se realizó en la Cámara de Comercio de Bogotá el 10 de septiembre pasado hubieran tenido un final diferente si el Estado contara con herramientas para perseguir tanto a las personas naturales como a las jurídicas de manera permanente.

La solución no consiste en sancionar cada año a un par de sociedades. Ni siquiera en Estados Unidos, en donde existe un gran aparato judicial e investigativo experto en temas financieros existen indicadores de judicialización corporativa exitosos. Hay casos emblemáticos, es cierto, pero existe impunidad corporativa a todos los niveles que debe ser superada a partir de normas más estrictas que incentiven a las empresas a invertir en programas de ética empresarial y cumplimiento, mientras que en paralelo se impide que los delincuentes abusen de los tipos societarios para cometer sus crímenes y ocultar sus frutos.

Sin embargo, una medida como esta no está libre de críticas y temores. Por un lado, genera incertidumbre jurídica en un país en el que, según el FMI, el lavado de activos alcanza una suma equivalente al 7,5% del PIB (aproximadamente US$21 billones). ¿Cómo se van a diferenciar las empresas que son victimarias de las que simplemente son agentes pasivas en esquemas criminales? ¿Cómo se garantizará el debido proceso y se blindarán los tribunales de la corrupción y la influencia política?

En suma, Colombia está en mora de fortalecer y complementar su marco normativo para luchar contras las empresas criminales. Esto lo pide la comunidad internacional y beneficiaría a las justica, a la economía y a la sociedad. Las críticas a la figura son válidas, pero no insalvables; el Congreso deberá hacer bien su tarea sin copiar modelos que han fallado ni ‘inventarse la rueda’. Y del lado del sector privado, corresponderá a las empresas lícitas y éticas aprender a moverse en un entorno donde ya no bastará ser transparente, sino que se requerirá demostrar que se hizo todo lo posible para evitar que sus agentes cruzaran la línea de lo ilegal en nombre de la empresa.