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jueves, 15 de junio de 2017

Por una parte, que el miembro carezca de los deberes fiduciarios propios de los administradores le brinda más libertad en el ejercicio de su cargo. De igual forma, al no ser un órgano social típico, se le permite a la administración acatar o abstenerse de seguir los consejos de este cuerpo, así como adecuar fácilmente su composición, configuración y finalidad a las necesidades de la compañía.

En la actualidad, la utilización de esta figura se está expandiendo entre los startups y las pequeñas y medianas empresas, dado que es una alternativa para contar con el servicio de acompañamiento de profesionales especializados y reconocidos, evitando los costos de vincularlos como administradores o empleados. De igual forma, como lo sugiere un estudio del Business Development Bank of Canada de 2014, los beneficios de la implementación de esta figura se traducen, en algunos casos, en mayores ingresos y mejor productividad para este tipo de empresas. Por lo anterior, existe un creciente afán en el exterior por implementar esta figura para ese nicho de sociedades, el cual se ha materializado en proyectos como The Point 25 Initiative.

Ahora bien, dentro del Proyecto de Ley 231 de 2017, mediante el cual se pretende modernizar y flexibilizar algunas normas en materia de sociedades, se incluye una disposición que eximiría de responsabilidad a los administradores que adopten de buena fe una decisión que, pese a resultar nociva para la compañía, haya sido recomendada por un comité independiente y técnicamente idóneo designado por la junta directiva o el máximo órgano social. Todo lo anterior sin perjuicio de la responsabilidad que pudiese imputarse a los miembros del comité por dicha decisión.

Esta propuesta no solo desnaturalizaría la figura del comité asesor, sino que crearía estímulos indeseados para su implementación y a su vez desincentivaría la membresía a aquel.

Por una parte, blinda la responsabilidad del administrador con una recomendación de un órgano meramente consultivo, lo cual puede implicar la proliferación de este tipo de órganos solo para reforzar la inmunidad que se otorgaría a los administradores. Por la otra, sus recomendaciones se tornarían de facto en directrices obligatorias para el administrador, dado que siguiéndolas aseguraría su propia exención de responsabilidad. Lo anterior, incluso, podría implicar que la operación de la compañía se guíe acérrimamente por las opiniones del comité, lo que torna a sus miembros en verdaderos administradores de hecho, y los somete así a deberes y estándares de responsabilidad propios de estos últimos.

Como consecuencia, uno de los mayores incentivos que tienen quienes se vinculan a este tipo de órganos, a saber, la flexibilidad de su funcionamiento y de los estándares del ejercicio del cargo, se desvanecerían.

En virtud de lo expuesto, es importante revisar la conveniencia de esta disposición de cara a la preservación y fomento de figuras que propendan por una alternativa de gobierno corporativo que facilite e impulse la operación de sociedades incipientes, como lo son los comités asesores.