La reputación es el verdadero patrimonio de un despacho: sostiene los honorarios, atrae al mejor talento y asegura la confianza de los clientes. Pero la reputación, por sí sola, no paga las nóminas a fin de mes. En América Latina estamos pasando por alto el dilema al que se enfrentan las firmas en Washington y Nueva York desde hace un par de semanas, y una mirada más reflexiva sobre la complejidad de esta situación es necesaria. Con este texto corro el riesgo de simplificar algo que es mucho más complejo y lleno de matices, pero creo que es importante intentar ordenar algunas ideas para entender lo que realmente está en juego.
En los grandes bufetes de esas ciudades, la línea que une prestigio y rentabilidad pasa —con sorprendente frecuencia— por los contratos federales: litigios contra el Estado, investigaciones internas para agencias, trabajo regulatorio que exige habilitaciones de seguridad y, sobre todo, asesoría continua a organismos públicos y contratistas de defensa. En muchas firmas, esos encargos representan entre el 10 % y el 25 % de la facturación anual; suficiente para financiar los sueldos de seis cifras de los asociados, mantener oficinas en la capital y sostener las elevadas distribuciones de beneficios entre los socios.
Ahí radica la fuerza —y la gravedad— de las órdenes ejecutivas que la Casa Blanca ha dictado contra varios despachos “incómodos”. Suspender habilitaciones, cancelar contratos y vetar el acceso a edificios gubernamentales no es un simple gesto político: es un bloqueo que estrangula, de inmediato, las principales líneas de ingreso de prácticas estratégicas. Pero además, plantea un riesgo adicional mucho menos visible y aún más grave: el peligro de intervención y acceso gubernamental a los archivos confidenciales de clientes. Enfrentarse al Gobierno podría no sólo poner en jaque las finanzas, sino abrir la puerta a auditorías, inspecciones o requisas que expongan documentos protegidos por el privilegio abogado-cliente. Desde un punto de vista reputacional, la pérdida real o percibida de la confidencialidad puede ser incluso más destructiva que la pérdida de contratos.
De ahí la profunda división de estrategias. Perkins Coie y WilmerHale eligieron litigar: el 23 de abril pidieron la anulación definitiva de las órdenes. Los jueces que conocen los casos cuestionaron la base legal y la motivación política. En el otro extremo, firmas como Paul Weiss y Skadden Arps aceptaron pactos que aseguran la continuidad de los contratos a cambio de compromisos onerosos —trabajo pro bono impuesto, eliminación de los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión, y en algunos casos, declaraciones críticas contra antiguos socios. Cada elección refleja una lectura distinta de la balanza riesgo–prestigio: ¿vale más la certeza de la caja hoy o la integridad y la reputación de la firma el día de mañana? – (en esta pregunta caigo en la sobre simplificación que anticipé, pero creería que es la pregunta que los socios tienen en su cabeza día y noche).
Ahora bien, resolver este dilema no es sencillo. Muchos bufetes operan bajo modelos financieros de "dinero entrante, dinero saliente", donde las ganancias anuales se reparten casi en su totalidad entre los socios. No existen reservas robustas para contingencias o batallas legales prolongadas. En este contexto, pedirle al managing partner que actúe pensando en proteger la firma a largo plazo —por ejemplo, resistiendo ante una orden ejecutiva— supone tensionarlo contra un sistema de incentivos que le exige maximizar el beneficio inmediato.
Además, el modelo de compensación 'eat what you kill—donde los socios son remunerados en función de su producción individual (y al que han ido migrando las firmas más facturadoras) agrava el problema: incentiva decisiones de mínimo riesgo y de preservación personal, no necesariamente las mejores para el interés colectivo de la firma. Construir un fondo de contingencia para resistir presiones políticas no es simplemente un acto de voluntad: exige cambiar reglas estructurales sobre cómo se mide y distribuye el éxito pasado, presente y futuro.
El dilema no es exclusivo de Estados Unidos. En América Latina, la contratación pública —en energía, infraestructura o defensa— representa un porcentaje todavía mayor de los ingresos de muchos despachos de “Tier 1”. Y en paralelo, ha crecido el nivel de escrutinio e intervención política en sectores que antes se consideraban alejados de la influencia gubernamental. En México y Colombia, las declaraciones públicas de altos funcionarios contra el sistema judicial y contra firmas concretas son cada vez más frecuentes. La tentación de utilizar la contratación pública como palanca política ya no es un riesgo hipotético, sino una realidad latente.
Pareciera que las lecciones son claras, pero su ejecución es compleja. Blindar estatutariamente la autonomía profesional: ningún acuerdo que altere la política de Diversidad, Equidad e Inclusión, las iniciativas pro bono o la elección de clientes debería firmarse sin una mayoría cualificada del partnership. Crear un fondo de contingencia exige reformar la estructura financiera para reservar sistemáticamente una parte del beneficio anual, sacrificando distribuciones inmediatas en favor de resiliencia institucional. Diversificar la cartera de servicios para reducir la exposición a un solo ministerio u organismo es más importante que nunca. Y, sobre todo, comunicar con transparencia: los abogados que construyen la firma —y los clientes que la sostienen— merecen saber si el despacho está dispuesto a defender su independencia o dispuesto a hipotecarla a corto plazo.
Lo sucedido en Washington demuestra que la confianza se edifica con reputación y se financia con facturación, pero también revela que la supervivencia reputacional exige estructuras financieras y de gobierno sólidas. Mientras el eco del terremoto Trump todavía resuena, conviene recordar que la independencia de la abogacía no es una declaración de principios: es una decisión estratégica.
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