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lunes, 24 de septiembre de 2018

La lucha anticorrupción ocupará bastante la agenda legislativa de los próximos meses: el Gobierno presentó al menos nueve proyectos, uno la Procuraduría, otro hace curso hace varios meses acumulando diversas iniciativas, etc. Hay herramientas interesantes, algunas de relativa novedad, otras populistas o repetitivas, otras inútiles o sin sentido. Los temas que tratan esas múltiples iniciativas son muy variados; imposible tratarlos todos en una columna y habrá tiempo de hacerlo en los próximos meses. Por ahora, haré unos breves comentarios sobre algunos temas que llaman mi atención: unas cosas muy buenas, otras no tanto; empecemos por las últimas para que el congreso las descarte.

Primero, comprendo el deseo popular de que los corruptos sean castigados severamente, pero, eliminar totalmente los subrogados penales y la prisión domiciliaria es, entre otras razones de peso, altamente inconveniente en la lucha anticorrupción: la forma más eficiente de conocer hechos de corrupción, desestructurar organizaciones dedicadas a esto y sancionar a los máximos responsables es la colaboración de personas que participan en los conductas corruptas; si se cercena toda posibilidad de un mejor tratamiento para estas personas, no habrán herramientas de negociación eficientes para que brinden información efectiva. Esta conclusión no es popular, pero en términos prácticos es incontrovertible. Segundo, ¿qué se pretende con la imprescriptibilidad de la acción penal por corrupción?, ¿acaso a mis nietos les interesará cuando sean adultos que se investiguen actos corruptos ocurridos actualmente? Me temo que se reirán. Justicia tardía es injusta; con el tiempo la sociedad va perdiendo interés en los temas, por lo que prolongar la posibilidad de sancionar actos de corrupción no va a contribuir en su mitigación. Esa imprescriptibilidad suena popular, pero es absolutamente antitécnica y, muy probablemente, inconstitucional. De hecho, creo que podría generar un efecto nocivo: motivar la tardanza en la acción de las autoridades, aumentar más el cúmulo de expedientes en los despachos judiciales. Por lo mismo, considero que aumentar la prescripción de la acción disciplinaria a 20 años es inútil. Tercero, obligar a los condenados por corrupción a realizar trabajo social es muy positivo, pero es pintoresco, por decir lo menos, que lo hagan con prendas distintivas de ser corruptos; no tengo idea eso como contribuiría a reducir la corrupción y dudo mucho de su exequibilidad.

Ahora, lo positivo. Primero, según comenté en una columna anterior (24 de julio pasado) recompensar a denunciantes de corrupción es necesario y está demostrado su eficiencia; verbigracia, una universidad americana demostró que en Estados Unidos, recompensar a whistleblowers permite descubrir más de 50% de los casos de corrupción, en comparación con 5% que se conocen por investigaciones o auditorías. Esto ratifica que la colaboración de la gente -incluso de los mismos corruptos- es vital. Así, también es excelente la proposición de incluir beneficios a los colaboradores en procesos disciplinarios, rebajando las sanciones a quienes colaboran efectivamente. También me gusta mucho que se abra la discusión para que no solo la Fiscalía sino la Procuraduría ejerza la acción de extinción de dominio y que esta sea más expedita; poco a poco la desconcentración de la acción de extinción e, inclusive, de la acción penal, tendrá que seguir abriéndose camino.

Sin duda, si el Congreso quiere acertar mucho y errar poco, tendrá que escuchar a distintos sectores académicos y profesionales por la complejidad del tema; seguiremos contribuyendo en siguientes columnas. Por ahora, para la reflexión, dejo una inquitud sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas, cuestión tratada con una columna anterior (25 de febrero de 2017): en su proyecto, la Procuraduría propone que respondan según lo hacen las personas naturales, en lo que sea aplicable. ¿Qué quieren decir con eso? Creo que nada. El Congreso tendrá que trabajar en los elementos de esa responsabilidad.