Agregue a sus temas de interés

Agregue a sus temas de interés Cerrar

jueves, 3 de octubre de 2019

Según la versión 2019 del Índice del Estado de Derecho (Rule of Law Index) del World Justice Project, que básicamente mide la percepción de legalidad en 126 países, ubica a Colombia en el puesto 80 entre 126 naciones medidas. La variable de peores resultados para nuestro país es el sistema de justicia penal, en la cual estamos por debajo de la media mundial y latinoamericana. Dentro de los factores que impactan esta variable, los peores son efectividad de las investigaciones y morosidad judicial. La larga duración de los procesos penales tiene varias causas; con seguridad, una de ellas es la misma esencia del sistema actual: la oralidad.

Prometían que un proceso penal duraría apenas meses o incluso semanas cuando iniciaba en Colombia el Sistema Penal Oral Acusatorio; hoy en día, conozco casos que llevan no menos de 6 años en indagación en la Fiscalía y juicios que hasta ahora empiezan por hechos ocurridos e imputados hace más de ocho años. Este panorama no es aislado, por lo que no me equivoco si afirmo que la justicia penal es tan lenta -o incluso más- que antes de la introducción del sistema oral en el país. En últimas, la oralidad, al menos como está planteada y desarrollada en la actualidad, no ha contribuido para nada a que el proceso penal sea más expedito.

Más allá de las varias audiencias que carecen de sentido y colman las agendas de los juzgados, la oralidad se ha convertido en una cuestión que hace más complejo el avance de los procesos, en vez de agilizarlos. Se suponía que la oralidad debería permitir alegar y tomar decisiones con rapidez, de forma concentrada, pero la verdad no ha sido así: un litigante gasta horas exponiendo sus argumentos, cuando la lectura de los mismos en un papel tomaría muchísimo menos; ante la complejidad de los temas y la extensión de las intervenciones, los jueces en no pocas ocasiones deben suspender las audiencias para decidir, ya sea para escuchar el audio de las audiencias o, inclusive, esperar a que otro de los servidores del despacho judicial traslitere la audiencia para luego leerla y poder tomar la decisión correspondiente; o, por poner otro caso, los jueces deben escribir primero sus autos, que luego leerán en una audiencia; por poner otro caso, ni qué decir de lo que sucede en segunda instancia, donde necesariamente deben escuchar una cantidad de horas de grabación, para sustanciar un fallo escrito y luego leerlo en una audiencia, simplemente para ‘respetar’ la oralidad. En mi opinión, no cabe duda de que esa exigencia a ultranza de oralidad de las actuaciones no contribuye en lo absoluto a la celeridad de los casos, sino, por el contrario, constituye un paso o dificultad adicional en el trámite de los procesos y, por lo tanto, una razón más para su larga duración. ¿Para qué hacer oral lo que hay que volver escrito para comprenderlo? ¿Qué sentido tiene eso?

Pienso que nuestro sistema judicial sería mucho más rápido si una buena cantidad de las actuaciones que hoy deben surtirse oralmente, se hacen de manera escrita. Considero que la oralidad solo es interesante y verdaderamente importante en el juicio oral en algunas audiencias preliminares como las relacionada con la libertad del procesado, pero audiencias como la acusación o la preparatoria, realmente la oralidad no les da ningún valor agregado; lo que se hace y resuelve en estas, perfectamente podría hacerse por escrito, aumentando así, inclusive la capacidad de expedición de decisiones en los despachos judiciales. Hoy es casi que políticamente incorrecto hablar mal de la oralidad. Creo que lo incorrecto es no permitir abrir el debate para repensar el rol de la oralidad en el país, revisar si esta ha servido o, por el contrario, ha conllevado a más problemas para la aporreada justicia penal.