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sábado, 15 de julio de 2023

En 1986, el periodista Jay Westerveld del New York Times escribió sobre un aviso que encontró en un hotel que había visitado. El aviso invitaba a los huéspedes a “salvar el medio ambiente” eligiendo no cambiar sus toallas a diario. Westerveld investigó el tema y concluyó que el hotel no realizaba esfuerzos significativos para ahorrar energía, agua y otros recursos, por lo que este aviso simplemente buscaba economizar en gastos de lavandería. Así, bautizó este tipo de prácticas poco efectivas disfrazadas de ambientalmente conscientes como “greenwashing”.

En la mente del consumidor, la adquisición de un producto que cuide el medio ambiente, además de satisfacer su necesidad personal, genera una externalidad positiva. Esto es, su decisión de optar por la alternativa ‘verde’ no solamente logra suplir una necesidad sino que además tiene un impacto positivo doble: por un lado premia al productor que ha decidido invertir en el cuidado del ambiente y, por el otro, al desplazar su demanda incentiva a otros productores a hacer lo mismo.

Lo más sorprendente tal vez es que el consumidor está incluso dispuesto a pagar un mayor precio por un producto con beneficios de este tipo -como cuidar el medio ambiente o no realizar pruebas en animales- que por uno que no lo hace. Es decir que entiende que ese mayor precio está siendo compensado por un beneficio que no necesariamente va a recibir directamente.

Por este motivo, los productores de bienes y servicios son cada vez más conscientes de su impacto ambiental y de cómo comunicarlo a los consumidores. Pero también genera un incentivo perverso al abrir la puerta al greenwashing: hacer pasar un producto con beneficios que en realidad no tiene.

Por ejemplo, en 2018 una cadena de cafés lanzó una tapa con pitillo adherido en medio de la campaña de retiro de pitillos plásticos. Esta decisión fue acusada de greenwashing pues la nueva tapa tenía más plástico por peso que las tapas y pitillos separadamente.

Pero tal vez el caso más conocido de greenwashing estuvo en la industria automotriz, donde un fabricante instaló un dispositivo para reducir las emisiones durante las etapas de prueba cuando, en realidad, los vehículos contaminaban muy por encima de las emisiones permitidas. De acuerdo con Forbes, este escándalo costó a la compañía más de US$35.000 millones.

A medida que los consumidores son más conscientes de este tipo de prácticas, se vuelve clave para los productores no sólo invertir en tecnologías limpias sino promocionar sus productos de forma honesta. En el caso de Colombia, el greenwashing no solamente puede constituir una conducta de publicidad engañosa -si se trata de información falsa o imprecisa- sino posiblemente una conducta de competencia desleal si hay una mala fe comercial detrás de los mensajes al consumidor de modo que generen una confusión o un engaño.

Al final del día, los productos verdes deben ser realmente verdes.