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sábado, 3 de octubre de 2020

En las últimas semanas, miles de contribuyentes han recibido oficios persuasivos en los que se les recuerda la onerosidad de las sanciones por no enviar información exógena o por hacerlo de manera errónea o extemporánea.
Igualmente, mediante un concepto general que profiere oficiosamente (la Dian se hace preguntas para responderse ella misma), se les recuerda que la jurisprudencia, desafortunadamente, ha avalado una responsabilidad objetiva frente a este régimen sancionatorio, en donde se presume que el incumplimiento en el envío de esta información ocasiona un daño, eximiendo a la Dian de probarlo.

Finalmente, en ese mismo concepto, se señala que las sanciones se deben aplicar de manera plena, aunque observando “los principios de proporcionalidad y gradualidad” del artículo 640 del Estatuto Tributario, que es el ejemplo perfecto de una norma con título mentiroso, ya que allí no hay ningún desarrollo de esos principios, sino unas meras reducciones atendiendo al historial sancionatorio de los particulares.

Mi intención no es objetar la legalidad de estas actuaciones, así como tampoco pretender que la Autoridad no cumpla su deber de fiscalizar, sino hacer notar cómo una Administración que se presenta como sofisticada, con visión internacional, comprensiva ante las dificultades de los contribuyentes y moderna, acude a un sistema de recaudo bajo una auditoría típica de ciertos municipios que se limitan a sancionar, por pequeños errores formales, a los que sí cumplen.

En efecto, hace un par de años, varias multinacionales se enteraron de la existencia de algunos pueblos que habían creado, mediante actos de baja o nula difusión, la obligación de reporte, a los que les quedó fácil validar quiénes habían fallado en su cumplimiento, para iniciar procesos sancionatorios gravosos.

Fue famoso un municipio que castigó a varios contribuyentes por enviar CDs en blanco, en donde luego se descubriría que lo que ocurrió realmente fue que el computador en donde trataron de leerlos estaba fallando.

Se extrañan, entonces, esos procesos realmente complejos, en donde la Dian ponía el dedo en la llaga y atacaba declaraciones formalmente correctas, pero que tenían falencias en su materialidad y en los soportes para demostrar la real prestación de servicios.

Hoy son pocas estas discusiones, pues la Autoridad se ha limitado a seguir fiscalizaciones con exceso ritual manifiesto y de castigo a los errores que presentan quienes desean cumplir con sus obligaciones, amparada precisamente en ese artículo 640 que no solo mató en el principio de lesividad que traía la Ley 1607 de 2012, sino que bailó en su tumba.

Resulta paradójico que una Dian que pide misericordia y comprensión cuando sus sistemas fallan, sea tan implacable cuando evalúa a los particulares. Ciertas legislaciones, como la chilena, por ejemplo, contienen principios que atenúan las responsabilidades cuando las normas son nuevas o no existe la suficiente educación por parte de los contribuyentes frente a esas disposiciones (artículo 107 del Código Tributario de Chile).

En un sistema de lo que Zygmunt Bauman llamaría derecho líquido, en donde el derecho parte de un juego de ensayo y error (cuántas neuronas desperdiciadas estudiando el CREE, el IMAN, el IMAS o cualquier norma con una vida no superior a una reforma tributaria, es decir, dos años), resulta muy difícil no cometer errores.

La Dian hoy está cometiendo los yerros cognitivos típicos del sesgo del superviviente, término acuñado a la investigación del matemático Abraham Wald, que descubrió cómo el Centro de Análisis Naval del ejército de Estados Unidos dejaba escapar de su análisis los puntos débiles de sus aviones estudiando erradamente los disparos recibidos por aquéllos que no habían sido derrumbados en la guerra.

Mirar la superficie, mirar frívolamente las conductas de los contribuyentes, es un prejuicio que hace que quienes realmente se sirven de estrategias sofisticadas para escapar, lo logren; mientras la Dian persigue a quienes cometieron pecados menores, pero más visibles.