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domingo, 18 de mayo de 2014

Por eso, para nadie es un secreto que la carrera por la presidencia es una vergüenza. Con infortunio, esta situación de bajeza y oportunismo es el reflejo del pobre nivel del debate político nacional. Y, como si fuera poco, la prensa, la guardiana de los intereses de la opinión pública, soslaya con descaro su natural función. 

Al omitir la obligación política de efectuar un debate presidencial, los canales privados - Caracol y RCN -, por ejemplo, prefirieron casar una pelea con los cable operadores por la transmisión de la televisión de alta definición, pero poco y nada hicieron por generar espacios de análisis e información para discutir el destino del país; tema poco y nada importante seguramente para sus ilustres directivos.

En Francia, Estados Unidos, Brasil, México, Inglaterra o, hasta en la denostada España, es impensable una campaña presidencial o parlamentaria, sin un debate con la totalidad de los candidatos. Incluso, algunas de esas experiencias de discusión programática e ideológica han pasado a la historia. Gracias a un par de debates televisivos, por ejemplo Felipe González perdió su continuidad en el gobierno español ante un envalentonado José María Aznar. Un agresivo Nicolas Sarkozy, en Francia, consolidó su potencial victoria en las urnas gracias a su desempeño en los debates televisados, ante una Ségolène Royal dubitativa.John F. Kennedy, en Estados Unidos, le ganó a Richard Nixon un debate marcado por las anécdotas personales y estéticas que han sido estudiadas por profesionales del marketing político. Barack Obama también repuntó en las intenciones de voto para su reelección en un debate con Mitt Romney emitido desde una universidad estadounidense. 

Los ejemplos sobran y dan vergüenza, pero en Colombia, los debates presidenciales parecen intrascendentes. 

La carrera presidencial disputada entre Andrés Pastrana y Horacio Serpa, para el periodo 1998 - 2002, también como la actual, se centró en señalamientos mutuos, acusaciones temerarias y hostigaciones personales. Cabe recordar el comercial aprobado por la campaña de Pastrana, en la que a modo de descalificación, aparecía la cara del ex presidente Samper convirtiéndose progresivamente en el rostro del candidato Serpa. Esto, con evidente alusión a que si se elegía a Serpa, se regresaría al cuestionado e ilegítimo gobierno liderado por un presidente investigado por la financiación mafiosa de su campaña electoral.

Y, si la calidad del debate entristece, tanto hoy como ayer, no faltan los candidatos que parecen más personajes de tiras cómicas que representantes autorizados por plataformas políticas consolidadas y con vocación de poder. Colombia ha tenido en su arena electoral presidencial a toreros retirados, a pitonisas sexagenarias y artistas extraviados de sus intereses.

Ante este panorama, la postura de la prensa colombiana es vergonzosa, ha oscilado entre la ridiculización y el desentendimiento. No pocos columnistas de medios escritos y digitales reconocidos han sellado con el estigma de la risa y la sorna, a ciertos candidatos que en función de su ‘elevada’ catadura intelectual y social les parecen demasiado ‘folclóricos’. Pero, ojalá ese fuera el escenario de la actual contienda electoral.

La “renovada” denuncia de filtraciones y gestiones financieras con capos de la mafia encabezadas por el principal asesor de la campaña reeleccionista de Juan Manuel Santos, J.J Rendón, desencadenó un juego de acusaciones y explicaciones llenas de animosidad. Pero como la pelea es peleando, la defensa del proyecto de la Unidad Nacional (léase el sector del liberalismo, Juan Manuel Galán, Juan Fernando Cristo y Carlos Fernando Galán) sacó provecho defensivo de otra denuncia, el hallazgo de una oficina de interceptaciones ilegales de comunicaciones a cargo de un miembro de la campaña de Óscar Iván Zuluaga.

No cabe determinar cuál de estas actuaciones es más grave, aunque rayan en el descaro y la ilegalidad. Eso lo decidirá cada elector. 

Por eso le cabe alta responsabilidad, no solo a los medios impresos y digitales de cobertura nacional, sino que también le atañe a los grandes canales de televisión privada, esta situación de incomunicación política y de distracción electoral. 

Es inadmisible que la pelea entre los operadores de televisión digital y los canales privados, por las emisiones de la señal de alta definición se archive la posibilidad de emprender un debate con los candidatos a regir los destinos nacionales. Claro, la pelea con Directv o Claro es de millones de dólares. Porque los millones de votos, no se consignan en bancos.

Sin importar que por la cobardía del candidato presidente a asistir a un debate, se niegue la posibilidad de escuchar los proyectos políticos que, hoy por hoy, tienen asiento en el congreso nacional y, que también pretenden apoderarse del ejecutivo. De seguro, Marta Lucía Ramírez, Clara López, Enrique Peñalosa y Óscar Iván Zuluaga, cada uno desde su particular visión de la política y la economía, tienen ideas y propuestas interesantes y, quizá, convenientes para resolver los graves problemas de educación, salud, infraestructura vial y portuaria, relaciones exteriores y seguridad. 

Por supuesto que un hácker que espía a los actores del proceso de paz, la principal bandera reeleccionista del presidente candidato, es grave y, que de ser comprobada deberá acarrear consecuencias políticas y penales concluyentes y aclaratorias. Pero, del mismo modo, es gravísimo que el país no haya superado el trauma y, que tampoco haya asimilado el peligro que entrañan las relaciones entre la institucionalidad y los capos de la mafia cuando de plata y beneficios legales se habla. 

Sin que importe una consideración individual sobre los protagonistas de estas bajezas electorales, en la degradación del debate presidencial los grandes canales de televisión privada tienen más culpa de la que creen estar dispuestos a aceptar. Para ninguna democracia que quiera ser dinámica y eficiente, le hace bien que los medios de mayor impacto y resonancia nacional, se dediquen a pelear con los operadores de televisión sobre minucias tecnológicas descuidando su función originaria: controlar las dinámicas del poder. Pero es difícil pedirle peras al olmo. Y, más cuando hay periodistas al servicio del régimen o de la oposición timoratos de hacer un debate.