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lunes, 9 de junio de 2014

El Régimen, tal como lo definía el más grande de los políticos colombianos del siglo XX, era un sistema de complicidades orquestadas desde lo más alto de la burocracia nacional que tenía el propósito de prolongar el aprovechamiento del erario y de los privilegios estatales en manos de un puñado de políticos, funcionarios y particulares. Y, para ser preciso, Gómez denuncia que el conservatismo para no morir en el olvido, decidió ser cómplice de ese Régimen liderado, en ese momento, por el Liberalismo colombiano. 

Si se revisa la hoja de vida de Álvaro Uribe, se puede percibir que él sabía sobre la dinámica de funcionamiento de ese Régimen. Como miembro del Partido Liberal, Uribe también debió haberse percatado que las más altas dignidades del Estado colombiano, por ejemplo, eran los presos más ilustres de ese Régimen. Y, por ello, es entendible que su discurso contra la clase política tradicional en su primera elección se dedicara a señalar que el hastío ciudadano y, así, poner la intención de los votos sobre su figura.

Saber cómo funcionaba ese vergonzoso Régimen, mostrarse como una opción suprapartidista, alejado del perfil de la clase tradicional política bogotana, con una postura frontal y decidida ante los embates de la inseguridad y la desesperanza y una incansable capacidad de movilización mediática han graduado a Uribe como el fenómeno electoral nacional más exitoso de los últimos 15 años.

Todo esto debe estar enmarcado en una impecable estrategia comunicativa. Y, Uribe lo sabe y, además es un viejo conocedor de esos juegos. Su especial interés por la prensa y los medios radiales y televisivos comunitarios regionales y municipales han consolidado una plataforma electoral rural que se aceita con magnitudes nacionales. Es decir, cada declaración de Uribe en algún medio rural, tiene una trascendencia nacional gracias a que sabe con certeza que su figura siempre tendrá los reflectores de la gran prensa privada nacional.

Otro elemento comunicativo al que Uribe sabe apelar, es al de la empatía directa con el ciudadano. Su posturas directas y sin rodeos le han construido una imagen de político frentero. El ciudadano siente que es un político que responde por sus actuaciones. Administra esa franqueza sin los maquillajes de los medios de comunicación propios de la clase política bogotana. No obstante, esa empatía y estilo le han representado más odios que amores. Hay ciudadanos que consideran que no se debe confundir la vida doméstica con la vida de la polís. Por eso es que ese talante campesino no cuaja en ciertos sectores de la vida urbana nacional. Se disgustan de que Uribe maneje el país como si fuera su feudo. No sienten como propio un presidente que guste de las recriminaciones en público con una evidente altisonancia.

Su tono subido con sus similares y subalternos, su personal estilo rural y su visión conservadora de la vida política nacional le han obligado a defender banderas y tesis casi impopulares para la clase política bogotana: el orden y la autoridad. Sus posturas y actuaciones en contra de la insurgencia han etiquetado a Uribe como un político autoritario y guerrerista. Sin embargo se deben hace matices ante estas calificaciones. 

El país que recibió Álvaro Uribe en 2002 era, de acuerdo a varios portales de análisis político internacional como The Economist y Foreign Affairs, un Estado fallido. Los más duros golpes propinados por las Farc y el ELN a la fuerza pública y a la población civil se presentaron con mayor intensidad durante los gobiernos de Ernesto Samper y de Andrés Pastrana. Durante el gobierno de Samper se debió a que el país y las fuerzas de seguridad sufrían un clima de desgobierno e incredulidad ante un presidente que se dedicaba a salvar el pellejo ante graves acusaciones de corrupción y  cooperación mafiosa. Y, en el de Pastrana, la mala fe y la persistencia en un golpe de poder, las Farc asaltaron la esperanza de los diálogos.

Esa necesidad de gobierno, orden y soberanía la supo interpretar Uribe para sus propósitos electorales y políticos. Se casó con un discurso conservador, que validaba el orden y autoridad para la población rural, como los elementos que articularían un proyecto político redentor. Ese mismo matrimonio de soberanía estatal y orden militar le han impreso en sus actuaciones un talante autoritario y hostil a la diferencia. De ser verdad, esa actitud camorrera personal solo se cubría bien con una postura ideológica autoritaria que ha hecho carrera en la intelectualidad nacional y, ciertos sectores de la vida política nacional urbana.

Y, como es natural en la vida política de los sistemas democráticos: a grandes figuras, grandes responsabilidades. Y, en Uribe, ese principio se revela de manera dramática. Si posaba de ser el redentor de la nación gracias al orden y a la soberanía de la ley en todo el territorio nacional, debía asumir los riesgos políticos de dicha postura. En un país donde la presencia del Estado siempre genera desconfianza y alarma, un proyecto como la Seguridad Democrática despertaría más de una pregunta. No por la invalidez misma del principio de la soberanía estatal en todo el territorio, sino por lo medios y los actores que la ejecutarían.

Así, el antecedente más problemático para su vida política personal fue la creación de unos cuerpos de seguridad civiles en Antioquia y Medellín que terminaron reciclándose en grupos al margen de la ley. El miedo a que esto se replicase a escala nacional no se hizo esperar y, ese por este aspecto que Uribe se gana sus enemigos y contradictores más poderosos. Sus supuestas relaciones con la ilegalidad son producto de ese infortunio nacional, que para ser sinceros, se debe culpar a más de uno que hoy posa de contradictor de Uribe. 

Ese es el fenómeno Uribe. Un político con una mentalidad política liberal-conservadora, con una capacidad comunicativa arrolladora fundada en una personalidad campesina y, con una actitud política frentera. Un coctel que le ha dado varios triunfos pero al mismo tiempo, profundas derrotas y serios cuestionamientos. Ante esto, parece increíble que ciertos personajes aún se pregunten, para bien o para mal, por qué Uribe sigue definiendo los destinos nacionales.