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lunes, 3 de marzo de 2014

La polémica por las funciones vicepresidenciales no es reciente y mucho menos solucionable a corto plazo, porque el desarrollo histórico de dicha figura refleja las vicisitudes propias de la vida política nacional.

Desde los inicios de la vida institucional independiente, el vicepresidente se vio inmiscuido en intrigas, confusión de funciones, abusos y celos por la sucesión del poder. La conspiración, por ejemplo, que lideró José Manuel Marroquín le costó la presidencia a Manuel Antonio Sanclemente. Los celos entre el General Reyes y su vicepresidente, Ramón González, obligó al primero a abolir el cargo del segundo. Pero, en honor a la verdad, no todos fueron conspiradores y envidiosos. Miguel Antonio Caro y José María Obando ocuparon dicho cargo alejados de mezquindades e intereses subterfugios.

Para hacerle frente a estas conspiraciones y lealtades hipócritas en plena consolidación nacional, se optó por la creación de la figura del Designado a la presidencia en 1843. Aunque con algunas interrupciones en 1886, 1892 y 1898, la figura sobrevivió hasta 1991. Siendo el último designado quien hoy rige los destinos de la nación. 

Así las cosas, las preguntas que surgen son ¿por qué es tan polémica la elección del reemplazante del presidente? Si se le acusa de ser una figura más ornamental que necesaria, ¿por qué los partidos políticos cavilan dicha escogencia con denuedo electoral?, ¿Será posible que la fórmula vicepresidencial sea una respuesta a los desafíos y problemas coyunturales del país?

Lo anterior se puede responder si se toma como ejemplo la elección de Álvaro Gómez Hurtado como designado a la presidencia de la república en 1982, y la elección como vicepresidente, en 2010 a Angelino Garzón. 

A inicios de los años 80, Colombia estaba sumida en una guerra contra las guerrillas, los nacientes carteles narcoterroristas se enseñoreaban de vastas zonas del país, el país sufría un ambiente económico recesivo y algunos proyectos políticos alentaban la búsqueda de la paz. En 1980, la guerrilla del M19 se había tomado la Embajada de la República Dominicana, desafiando los postulados del Estatuto de Seguridad del presidente Julio César Turbay. ‘Tranquilandia’, una amplia franja de selva y monte en Caquetá y Meta, se convertía en la zona de soberana acción de los carteles de Medellín y Cali. La economía enfrascada en un dramático proceso de internacionalización y liberalización produjo un impacto negativo en la balanza comercial y en la calidad de los productos nacionales.

Es en este ambiente donde se elige a Álvaro Gómez como delegado a la presidencia. Su carrera política y periodística le facultaba para asumir las funciones del presidente en caso de que aquel faltara. Gómez Hurtado era una garantía de pertinencia y responsabilidad. Sus éxitos y fracasos políticos lo hicieron un referente moral e intelectual para más de media generación de los políticos de los años 80. Se le elige para que estuviera a la altura de los desafíos económicos, políticos y sociales por los que Colombia atravesaba en su época preconstituyente. Gómez era un designado que, en palabras de no pocos líderes políticos y gremiales de la época, podía hacer mejor las cosas que el mismo presidente.

La elección de Angelino Garzón también puede leerse de manera similar. Gracias al favor y los votos del expresidente Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos recibe un país distinto al de Betancur o Turbay Ayala. En el escenario internacional, Colombia se desprende de la imagen de ‘Estado fallido’. La seguridad ha dejado de ser una excepción urbana y se materializa en las zonas periféricas, de tradicional dominio narcoparamilitar o narcoguerrillero. La economía siente los beneficios de altos niveles de inversión extranjera y crecimiento laboral. Entonces, ¿Cuál debía ser el perfil de un vicepresidente para este contexto nacional? La respuesta se dio meses después con el anuncio de las negociaciones de paz con las Farc en La Habana, Cuba.

Garzón representaba la apuesta del presidente Santos por un acercamiento a los sectores sindicales, a los gremios agroindustriales regionales y al compromiso con la defensa de los derechos humanos. Y, en efecto, se le vio en la mediación de protestas campesinas y concertaciones salariales. No obstante, esas virtudes que lo validaron como vicepresidente, lo convirtieron en una piedra en el zapato de Santos. Sus críticas a los pocos acuerdos en Cuba, sus molestias por la actitud poco reformista del gobierno ante los graves problemas del sistema de salud y la actitud vacilante del presidente al querer granjearse el favor de los partidos de la Unidad Nacional, lo descartaron como fórmula vicepresidencial reeleccionista.

El santismo, entonces, con el descarte de Garzón y la elección de Vargas Lleras revela que la vicepresidencia no es sólo un adorno institucional revivido en la constitución del 91. Más que ese funcionario gris y mandadero del presidente que tiene funciones residuales, parece ser un alternador que potencia la dinámica política del país. 

Si bien las acciones del vicepresidente están restringidas a temas de mediación y representación con poblaciones indígenas, raizales y negritudes; Gómez y Garzón, le imprimieron una dignidad diferente a la vicepresidencia más allá de la ‘apaga incendios’. Vargas Lleras sabe que en Colombia, persiste el narcotráfico, las guerrillas, los paramilitares, las inequidades salariales y las afrentas a los derechos de las minorías étnicas. Pero, si para enfrentarlos se necesita un vicepresidente, pues que siga existiendo. Eso sí, sin los celos e intrigas que amarren candidaturas futuras.