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sábado, 7 de septiembre de 2013

Uno de los principios que gobiernan la actividad contractual es el del equilibrio. El mismo, groso modo, consiste en que las prestaciones a cargo de las partes, así como sus intereses dentro del negocio a realizar, deben ser correlativas y tener entre sí una cierta equivalencia. El citado principio pretende que exista un grado razonable de equivalencia entre los esfuerzos y cargas que cada una de las partes debe llevar a cabo durante la ejecución del contrato, y los resultados que al final del mismo se logren obtener.

El derecho ha desarrollado diversos mecanismos que propenden por evitar el desequilibrio del contrato, o para reequilibrarlo, cuando aquel ya se ha producido. Uno de esos mecanismos que se ha desarrollado considerablemente en los últimos años y que ha resultado notablemente valioso, es el de las cláusulas abusivas. Estas últimas son aquellas que, al pactarse en condiciones de cierta irregularidad (por encontrarse por ejemplo inmersas en un contrato de adhesión), perjudican particularmente a una de las partes, en beneficio de la otra, a través de una prestación determinada. 
 
La consecuencia jurídica de la abusividad, declarada judicialmente, o por autoridades administrativas como las Superintendencias, es la ausencia de efectos jurídicos de la cláusula, que por ende se entiende ineficaz. Pero, lo verdaderamente rescatable del concepto de la cláusula que se entiende abusiva, más allá de su innegable utilidad, es su significado: independientemente de que se haya llegado a un acuerdo de voluntades, cuando la prestación contenida en una determinada cláusula resulte tan desproporcionada en cuanto a las posibilidades e intereses de las partes, que desequilibre la armonía obligacional que debe tener el contrato, se entenderá como si esa cláusula perjudicial no se hubiera escrito jamás. 
 
En otras palabras, se deja a un lado ese viejo principio, y a la vez creencia popular, que advertía que cualquier documento contractual, o legal en general, que se firmara, sin importar la forma en que se hubiera hecho, así como las consecuencias que trajera, tiene plena y total validez. 
 
De otro lado, el fondo de la figura encierra otra moraleja significativa, que consiste en que la autonomía de la voluntad, aunque sea y deba seguir siendo el pilar esencial de la contratación privada, tiene cada vez más límites que hacen referencia a la preponderancia del interés general sobre el particular, lo que contrasta con lo que se podría denominar un excesivo individualismo contractual.   
 
Desde luego, intentar definir e identificar la relación entre prestaciones del contrato e intereses en el negocio de cada una de las partes, como factores de desequilibrio, no resulta siempre sencillo. 
 
Un criterio importante para lograr esa determinación es el tipo contractual utilizado, pues puede actuar como un punto de referencia relativamente claro, al no permitir que el contenido de la cláusula transgreda su naturaleza, esencia y efectos. Visto de otra forma, las figuras jurídicas en general, y en particular los tipos contractuales, son creados con fines específicos y tienen una utilidad concreta, y su  transgresión  y uso desmesurado pueden generar la desarticulación de la relación negocial.