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lunes, 12 de diciembre de 2022

Es indiscutible que el exceso de regulación no solo puede atentar contra el libre albedrío de los ciudadanos sino deteriorar su calidad de vida de manera considerable y hacerla incluso miserable.

¿Hasta dónde puede inmiscuirse el estado en la vida y decisiones de su población?

También puede este fenómeno vulnerar de manera grave e innecesaria la iniciativa privada al elevar considerablemente el costo de funcionamiento de las empresas y erigirse en barreras de acceso al mercado, entre otros efectos perniciosos.

Lo anterior ha conducido a que la racionalización del volumen y extensión del marco regulatorio se haya convertido en una prioridad de la política pública en muchos países.

Tradicionalmente han existido dos tendencias en relación con la materia. Una aboga por el “Bigger is better”, que propende por un estado grande e intervencionista. Entre más grande es el tamaño del estado y las regulaciones más beneficios se producirán para la ciudadanía. La otra defiende el “Small is beautiful” que defiende que el estado debe intervenir lo menos que pueda en la vida de los ciudadanos, Lo pequeño es eficiente (Ernst Schumacher).

Lo cierto es que la expedición de regulaciones debe estar precedida de un análisis del impacto y de los costos directos e indirectos que ellas implican para los ciudadanos y las empresas.

De acuerdo con Dustin Chambers, profesor de economía de la Universidad Salisbury, un desmesurado volumen de regulaciones estatales genera altos índices de desigualdad salarial, pobreza y mortalidad.

De ahí que países como EE. UU y Canadá, se han puesto como objetivo la tarea de suprimir aquellas regulaciones obsoletas e innecesarias y de expedir cada vez menos normas, hasta el punto de que, en 2017, Trump firmo una orden ejecutiva que impuso, a las autoridades federales, la obligación de identificar y derogar dos regulaciones inútiles por cada regulación nueva que expidieran.

La simplificación, en esta materia, no sólo permite que los recursos estatales puedan destinarse a proyectos importantes para promover el bienestar de toda la ciudadanía, sino reducir los costos de cumplimiento que normalmente deben asumir tanto empresas como consumidores, lo que a su vez incentiva la libre competencia.

Por su parte, la Comisión Europea ha impulsado la “Smart Regulation”, o regulación inteligente, que consiste en buscar que la expedición de normas y requisitos sea breve, eficiente y eficaz, y que se realicen los estudios acerca de los costos directos e indirectos que generan las regulaciones europeas, en diferentes sectores de la economía para, si es del caso, suprimirlas.

En Colombia parece que en esta materia definitivamente nos rajamos. Vivimos enredados en una regulación desbordada y metastásica. Se trata de una situación endémica y arraigada, hasta la medula, en nuestra cultura, lo que ha llevado a que nos hayamos acostumbrado a vivir en una espesura de todo tipo de leyes, resoluciones y circulares, que llegan para quedarse y que a menudo no se conocen siquiera. Incluso, en ocasiones no es posible determinar, a ciencia cierta, cuales están vigentes.

Pasados gobiernos han impulsado iniciativas como la de “Estado Simple, Colombia Ágil” en aras de reducir los costos y trámites ineficientes y que, de acuerdo con el Departamento de la Función Pública, ha reflejado un ahorro de más de 316.000 millones de pesos y eliminado más de 3000 trámites inútiles en el sector público.

Sin embargo, aún estamos muy lejos de reducir las regulaciones a un nivel razonable.

Si la actual administración realmente pretende reducir la desigualdad, debería tener como prioridad montarse en el bus de la regulación inteligente. El exceso de regulaciones solo contribuye a fomentar la informalidad y la pobreza.