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martes, 5 de julio de 2022

En días pasados se llevó a cabo el panel “Publicidad y buenas prácticas en redes sociales ¿el Estado debe o no regular?” al que fui invitado por el Senador David Luna, evento en el que se debatió sobre la necesidad de expedir una normativa para los denominados “influenciadores”.

El surgimiento de esta actividad ha desbordado cualquier previsión y se ha arraigado de manera disruptiva en la vida cotidiana de los ciudadanos.

El término “influenciador” ni siquiera figura en el diccionario de la lengua española. Allí lo más parecido que se encuentra es el vocablo “influyente”.

Estos protagonistas de las redes sociales inciden en los pensamientos y decisiones de sus seguidores con impensables alcances y el hecho de que su opinión se presuma espontánea les da una particular credibilidad.
Son frecuentes los excesos que se han presentado en este campo, como es el caso, por ejemplo, de Elizabeth Loaiza, quien fue sancionada por promocionar pruebas rápidas de Covid -19 en sus redes sociales, de manera engañosa.

Algunos de los desmanes y desafueros de estos agentes pueden obedecer a su impericia, toda vez que con frecuencia ellos no son profesionales en esa labor y llegan a las redes sociales de manera espontánea.
Lo anterior ha llevado a preguntarse si la actividad de los “influenciadores” amerita una regulación especial o si por el contrario el marco legal vigente es más que suficiente y contiene los limites a los que deben ajustarse.

Esta inquietud cobra especial importancia cuando se trata de los intereses del consumidor, pues en este ámbito el “influenciador” puede incurrir muy fácilmente en el campo de la publicidad engañosa, cuando no es explícito que este recibió algún tipo de contraprestación, dáviba o beneficio por promocionar un bien o servicio.

A mi juicio, las normas que existen en la actualidad establecen con suficiencia los linderos que deben respetar quienes desempeñan este papel y no sólo no es necesario expedir más disposiciones, para esos efectos, sino que, por el contrario, ello sería bastante inconveniente, por cuanto el exceso de regulaciones conlleva el riesgo de copiar y reproducir mal lo que ya existe, de generar contradicciones y confusión y de hacer innecesariamente intrincado, engorroso y difícil el cumplimiento de la ley.

La tarea que, más bien, debe de acometer el Estado, consiste en adoptar las medidas necesarias para que las normas sean conocidas y se cumplan a cabalidad por los “influenciadores”. En ese sentido la SIC expidió la Guía de Buenas Prácticas en Publicidad con influenciadores que todos estos agentes tienen el deber de estudiar.

También es preciso revisar la definición de publicidad, que contempla el Estatuto del Consumidor, según la cual se entiende por tal “toda forma y contenido de comunicación que tenga como finalidad influir en las decisiones de consumo”.

En realidad, no toda comunicación que tenga como finalidad influir en las decisiones de consumo es publicidad.

Es el caso de quien transmite una experiencia negativa frente a un proveedor y decide compartirla a través de las redes sociales, con el fin de que los potenciales usuarios se abstengan de utilizar un bien o servicio de deficiente calidad.

Esa comunicación no es publicidad, aunque busque incidir en la decisión de consumo, porque le falta, para que pueda ser calificada como tal, la intención de promover o mercadear un determinado bien o servicio.

Nada se logra con expedir mas leyes si los influenciadores ni siquiera conocen las que ya existen . Menos aún en un país que ya se está ahogando en una desbordada y frenética maraña normativa.