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martes, 22 de febrero de 2022

Lo que ha pasado en Colombia, en materia judicial, en los últimos 2 años es digno de una serie de televisión. Producto de la pandemia generada por el Covid—19, la Rama Judicial y en general el servicio de justicia, se vieron enfrentados a una situación sin precedentes, que implicó la suspensión temporal de la atención presencial de usuarios (que hoy se mantiene parcialmente) así como la suspensión de los términos procesales, incluso los de prescripción y de caducidad, cosa que no había ocurrido ni siquiera en el peor de los largos paros de la rama judicial.

Frente a este catastrófico escenario, que implicaba un aumento exponencial de la mora judicial, fue preciso la expedición de una norma de transición, con la cual fuera posible reactivar los servicios de justicia, adaptados a la nueva realidad. Este esfuerzo se vio concretado en la expedición del Decreto 806 de 2020 (el “Decreto”). Con esta nueva normatividad, los servicios de justicia se transformaron radicalmente en tres aspectos de gran relevancia: en primer lugar, en la digitalización de las comunicaciones de los sujetos procesales entre sí y con los operadores de justicia; en segundo lugar, en la digitalización de los expedientes y, en tercer lugar, en la realización de las audiencias y demás actuaciones judiciales a través de medios virtuales. Esta transformación, que ocurrió de sopetón y por cuenta de las necesidades apremiantes derivadas de la pandemia, ya había sido prevista por varias normas del Código General del Proceso, que incorporaban la denominada “justicia digital”, pero que iban en camino a ser letra muerta por la ineficiencia del Consejo Superior de la Judicatura. Al menos en las especialidades civil, laboral y de familia, antes del Decreto era impensable algo tan elemental como enviar memoriales o documentos al correo electrónico de cualquier despacho judicial, y la realización de audiencias virtuales claramente era una excepción a la regla general de la presencialidad.

El Decreto, con sus más y sus menos, mostró que esa transformación era posible. Además ha evidenciado enormes beneficios en la prestación de los servicios de justicia, como que los mismos siguieron su curso a pesar de la pandemia. Sin embargo, dado que fue una norma para conjurar una situación de crisis, su vigencia estaba limitada a 2 años, que se cumplen el próximo 4 de junio de 2022. De no convertirse en legislación permanente, el sistema de justicia volvería al esquema pre–pandemia, lo cual implicaría un retroceso inaudito, que además no tendría ninguna justificación. De hecho, varias de sus normas ya se convirtieron en legislación permanente en la jurisdicción de lo contencioso administrativo, debido a la expedición de la Ley 2080 de 2021, por lo que no tendría sentido que no ocurriera lo mismo en las demás jurisdicciones y especialidades.

Desde el año pasado múltiples sectores, académicos y profesionales, habían alzado la voz a efectos de que el Gobierno presentara un proyecto de ley con el propósito ya mencionado, de convertir el Decreto o, al menos, la mayoría de sus normas, en legislación permanente, frente a lo cual el Ministro de Justicia mantuvo una inexplicable pasividad, apostándole seguramente al éxito de la reforma de la Ley 270 de 1996, en la cual se ordenaba el regreso a las sedes judiciales de manera generalizaba. Hace un par de semanas, el ministro ordenó la integración de una comisión, medida inexplicable, para analizar las bondades del Decreto, desperdiciando tiempo valioso dado que, salvo algunos temas puntuales, sobre tales beneficios hay consenso más o menos generalizado.

No obstante, dados los insistentes llamados que continuaron desde varias tribunas, y a pesar de que claramente al Gobierno lo cogió la noche en la tarea, se ha conocido la presentación reciente de, al menos, 2 proyectos de ley, de iniciativa parlamentaria, con los que se busca que la columna vertebral del Decreto se convierta en legislación permanente, sin contar con el que seguramente presentará el Ministerio de Justicia, en el mismo sentido.

El Decreto debe convertirse en legislación permanente. De eso no hay duda. Desde este espacio hacemos un llamado a la sensatez, como ya lo han hecho varios sectores a fin de que este propósito sea una realidad. Argumentar, como se ha hecho, que dados los problemas de conectividad en las zonas rurales, debemos volver a la presencialidad, es renunciar a la esperanza de que podemos ser un país mejor. Es aceptar el subdesarrollo como único estándar. Colombia tiene que pensar como país de la OCDE, no solo para asumir obligaciones y estándares que no nos corresponden sino para que todas las ramas del poder público funcionen mejor.