El Ministerio de Minas y Energía, publicó el 29 de abril, un proyecto de decreto para reducir las tarifas de energía eléctrica (a la fecha, no se ha expedido el decreto). De otro lado, la Superintendencia de Servicios Públicos, en resolución del 6 de mayo (apenas se conoce un comunicado de prensa), le ordenó a un importante agente de la cadena de gas natural devolver presuntos cobros “en exceso” por tarifas. Lo anterior revela una tendencia innegable del actual gobierno: el Estado pretende posicionarse como un actor protagónico en la formación de las tarifas en el sector energético.
Sin entrar en discusiones sobre posiciones ideológicas, es evidente que las medidas antes mencionadas, a pesar de apuntar a segmentos diferentes, tienen un común denominador: la desconfianza del actual gobierno en que el mercado garantice tarifas razonables y facilite el acceso a los servicios públicos para todas las capas de la población.
Sin embargo, esas medidas, taquilleras en el corto plazo, no solucionan el problema, agravan la crisis y tienen efectos a mediano y largo plazo, como la diáspora de la inversión local y extranjera por la falta de incentivos y seguridad jurídica, lo que asesta un golpe demoledor a un objetivo, en teoría clave para el gobierno: la transición energética.
Por un lado, si el gobierno persiste en su intención de expedir el decreto que busca reducir las tarifas de energía eléctrica - que requiere de la posterior intervención de la CREG- y se reiteran las medidas adoptadas en la Resolución CREG 101066 de 2024, cuyo presunto incumplimiento por los actores del mercado, motivó al gobierno para expedir ese decreto, se estarían creando barreras no previstas en la Constitución y la ley que restringen la libre competencia en el mercado de energía eléctrica.
Respecto de la resolución, es cuestionable la interpretación que la Superintendencia hace de la Ley 142 de 1994, específicamente del artículo 79(10), que esa autoridad afirma, es el fundamento para ordenar “la imposición de un Programa de Gestión”, que “se aplica por primera vez”.
Es así que la intervención del Estado en los servicios públicos no es una facultad ilimitada. Primero, porque los programas de gestión, se acuerdan, no se imponen. Segundo, porque la intervención de la Superintendencia estaría infringiendo el régimen tarifario previsto en la ley 142, al extralimitar sus funciones y de paso violar derechos fundamentales como el debido proceso.
Es posible que la resolución también infrinja tratados de inversión, especialmente principios comunes a este tipo de acuerdos, como la prohibición de expropiación indirecta y la obligación de trato justo y equitativo, entre otros.
En resumen, la intervención estatal, promovida bajo la bandera radical de la defensa de los usuarios, no resuelve los problemas del sector energético; por el contrario, amenaza con agravarlos. Es por ello que, el largo brazo del Estado que interviene la economía sin medir consecuencias, a manera de analogía, está lejos de identificarse con el “Leviatán” de Thomas Hobbes, concebido como una herramienta para contener el caos.
Las actuales políticas públicas en el sector energético, en contraste, podrían corresponder más a una caricatura que desdibuja al Leviatán, transformándolo en una criatura caótica y peligrosa. Sin embargo, será la solidez de la rama judicial, respaldada por el marco legal vigente, la que podrá proteger al sector energético, contener esa criatura y detener los efectos nocivos de sus acciones, ojalá, antes de que las consecuencias sean peores.
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