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martes, 13 de noviembre de 2018

A pesar de los ingentes esfuerzos investigativos de las autoridades, es indudable que en el país siguen proliferando las conductas contrarias a la libre competencia y que las conductas sancionadas no alcanzan siquiera a 1% del total de infracciones.

En ese sentido, es muy importante que la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) procure la viabilización de otros mecanismos de política pública para prevenir los cárteles y las demás prácticas restrictivas de la competencia, adicionales a la imposición de sanciones pecuniarias. Entre dichos mecanismos que deben fortalecerse están (i) la abogacía de la competencia; (ii) los programas de delación; (iii) abrir la puerta a la indemnización de perjuicios por conductas contrarias a la competencia; y (iv) la expansión de una cultura empresarial de cumplimiento de norma (compliance). En esta oportunidad nos referiremos sólo al último elemento.

En ocasiones se trae a colación la siguiente cita del excomisionado europeo Joaquín Almuña para desestimar la importancia del compliance en competencia, como parte de una política pública anti carteles: “Para aquéllos que piden reducir las multas a las compañías que acreditan tener un programa de compliance. Tengo que decirles: Si estamos discutiendo una multa, es porque la compañía ha estado involucrada en un cartel; de manera que por qué habría la autoridad de recompensar un programa de compliance que ha fallado”. Sin embargo, quedarse en el hecho aislado del beneficio individual, a veces injusto, que puede recibir un empresario por mantener un programa de compliance, es demeritar el efecto colectivo que para los mercados puede significar el fomento de una cultura generalizada de cumplimiento de norma.

Ciertamente, el objetivo de una autoridad de competencia no puede quedarse solamente en perseguir ex post a los infractores y sancionarlos ejemplarmente, sino que debe tener una visión más amplia que privilegie un enfoque preventivo. Por más robusta y experimentada que sea el área de investigadores de la SIC, nunca podrá tener la capacidad suficiente para seguirle, mediante los mecanismos tradicionales, el ritmo a los agentes que a diario están dispuestos a obrar ilegalmente para ampliar sus márgenes de ganancia o sus cuotas de mercado.

El hecho de que algunas empresas aisladas que implementen programas de cumplimento caigan, a pesar de ello, en prácticas anti competitivas, no es indicativo de la ineficacia de dichos programas en la lucha contra dichas conductas. Por el contrario, es fácil deducir que si se implementara una política pública ambiciosa que provoque un cambio cultural de raíz en los diferentes mercados relevantes del país, dirigido a provocar consciencia sobre los graves daños que ocasionan los comportamientos anti competencia y que enseñe de forma muy didáctica y permanente la manera de estar siempre acorde con las reglas y principios de la competencia, bajaría ostensiblemente la tasa de incidencia de conductas reprochadas, y se beneficiaran de forma inédita los mercados y los consumidores.

Obviamente, dicha política pública no puede estar basada solo en la divulgación de información y en la realización de programas de capacitación, sino que debe haber un componente importante de incentivos materiales y efectivos para estimular el acogimiento masivo de empresas a esta nueva cultura.

Siempre se corre el riesgo de que algunos empresarios no muy correctos se sumen a la idea de implementar algún tipo de programa de cumplimiento, no por el deseo espontáneo de hacer lo necesario para asegurar que toda su organización se mantenga acorde con los mandatos legales, sino como un método de fachada para dar una apariencia externa irreal. No obstante, la circunstancia de que ese riesgo exista, no puede ser motivo para desestimar este tipo de políticas públicas, sino más bien para buscar la manera de aminorar dichos riesgos, mediante mecanismos de control, cuya puesta en marcha siempre será más sencilla y menos costosa que la apertura de investigaciones formales.