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lunes, 27 de mayo de 2019

Es común oír que lo que le falta a Colombia es que el Estado haga presencia plena a lo largo y ancho del territorio, y usualmente se hace referencia a la necesidad de incrementar el número de policías, soldados o funcionarios de las entidades administrativas del orden nacional.

Aunque no hay duda de la validez de dicho pensamiento, a mi juicio, la ausencia más sentida está en la justicia; y no me refiero simplemente a la falta de jueces en las regiones y municipios apartados, sino a la incapacidad del Estado de ofrecerle a los ciudadanos de a pie un sistema completo, efectivo y cercano para resolver sus conflictos cotidianos. La deuda más grande que el país tiene, la que nos impide consolidar la paz y encontrar la senda del desarrollo, es la que se deriva de la gran cantidad de casos sin resolver. Millones de conflictos civiles, comerciales, penales, o de familia están pendientes de solución y todo eso unido va construyendo un gran pasivo nacional que agranda las brechas sociales e impide el crecimiento colectivo.

Es natural e inevitable que en medio de las relaciones personales, familiares, sociales o profesionales surjan infinidad de controversias que deban ser dirimidas por un tercero imparcial, y evidentemente el monopolio de la justicia debe estar de forma exclusiva en cabeza del Estado. Es por ello que el servicio es justicia es esencial, tanto que el concepto de sociedad se hace inviable sin ella.

Cada minuto que pasa se comenten nuevos delitos y nuevas infracciones a las leyes. Muchas de esas violaciones ni siquiera se ponen a consideración de los jueces, dada la falta de credibilidad que atraviesa al aparato judicial. Aquellas controversias que sí se ponen en manos del sistema pueden pasar muchos años antes de ver un fallo al final del túnel. Muchas sentencias llegan cuando el demandante ya ha perdido toda esperanza de justicia, cuando ya ha decidido hacer justicia por su propia mano, o cuando ha definido dejarle el asunto a la justicia divina, con un saldo indeleble de rabia y frustración interna.

Si me tocara escoger una sola reforma estructural del Estado colombiano, optaría sin duda por reformar a fondo al sistema judicial para convertirlo en un servicio ágil, sencillo, incluso amigable, de fácil acceso para todos los colombianos en cualquier lugar del territorio. Un nuevo modelo de gestión de la administración de justicia puede ser la base para empezar a borrar la mora judicial y recuperar la credibilidad del sistema. Después de diez años de ejercicio sostenido bajo una nueva era judicial, el sistema judicial se convertiría con certeza en el principal motor del gran cambio que estamos esperando. Si logramos cerrar de forma continuada y sistemática y con fallos justos las heridas abiertas del conflicto armado y de las demás controversias pendientes, pasada una década podremos ver los frutos en una sociedad renovada que logre por primera vez acuñar en su ADN la cultura del respeto por la legalidad, donde se le vea el sentido y el gusto a preferir hacer las cosas por el lado correcto, evitando el atajo y la trampa.

Una sociedad reconstruida a base de justicia permitirá que la gran mayoría de los ciudadanos opten por la libertad responsable, a la manera de Amartya Sen, donde la libertad provenga no solo de la posibilidad de escoger, sino de la satisfacción de vivir el proceso de la libre elección en sí mismo. Un nuevo modelo de país basado en la justica es el camino para reconstruir el Estado de derecho, donde prospere una aceptación consciente del imperio de la ley y la Constitución por parte de toda la sociedad.