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jueves, 7 de febrero de 2019

Es imposible ser optimista. La justicia colombiana pasó de estar en cuidados intensivos para pasar a cuidados paliativos. Hay una falla sistémica, cada elemento en su individualidad está fallando, cada elemento en conjunto con los demás está fracasando. Al pie del enfermo terminal esta la doliente sociedad, observando como sus expectativas de justicia se frustran y como los supuestos más básicos de cualquier Estado no se aplican.

Los jueces, completamente atiborrados de procesos, tutelas y acciones; los fiscales con cargas inhumanas de trabajo y los defensores públicos, tal vez, los más incomprendidos pero también los más castigados por la ineficiencia de las políticas de contratación; violación de sus derechos y una insensibilidad institucional que los llevó a paro. Todo falla.

Las mismas políticas tomadas por la Defensoría del Pueblo ha generado que sus miembros salgan a protestar, en mucho lugares, con la indiferencia de otros operadores judiciales, en Bogotá, jueces compulsaron copias penales y disciplinarias en contra de los defensores que no asistieron a las audiencias. Ejercer la defensa en Colombia siempre estará llena de prejuicios, ya que la gente confunde al abogado con su cliente; consideran que no tienen principios, pero que mayor valor que creer que cualquier persona tiene derechos independientemente de sus actos, que la dignidad humana no es solo un derecho, si no el punto fundamental de un Estado y más aún, que el derecho penal es una herramienta violenta y que se requiere valor, gallardía y a veces, obstinación, para interponerse ante las fauces del Estado ejercidas por fiscales y jueces que en muchos casos están influenciados por los medios y la sociedad, olvidando que la legitimidad está en ser justos con el apego a la ley. Ser defensor tiene sensaciones magnánimas, casi pírricas, como lo es recuperar la libertad de un inocente jugando a veces hasta en el rol de un psicólogo. Tiene más momentos frustrantes, tristes y decepcionantes, pero cada alegría de una absolución justa hace que valga la pena.

Es por esto que me solidarizo con nuestros defensores públicos, ellos reflejan la materialización de la justicia, la mano amable que le llega a los más necesitados. Aquellas personas que cometen delitos, seguramente, por no tener las oportunidades necesarias para entender la vida de una manera distinta, en muchas ocasiones, porque sus contextos siempre han estado determinados por la violencia y la escasez.

Hoy es imposible hablar de una estabilidad en los grupos de la defensoría ya que sus contratos de prestación de servicios dependen de cada Director, de sus políticas o antojos.

Es triste ver cómo la entidad ni siquiera conoce las realidades sociales de cada uno, en particular, que mucho dependen, para sostener sus familias, de esos honorarios. Madres y padres cabezas de familia, que ven sus pagos muchas veces retrasados. Honorarios que no tienen ninguna proporcionalidad con sus estudios y experiencia, los cuales, al ser comparados con funcionarios de otras entidades generan indignación y tristeza.

Hoy la mayoría de los defensores públicos solo pueden dedicarse a este contrato, toda vez que los casos que les asignan subsumen todo su tiempo y dedicación; reciben órdenes e instrucciones de sus coordinaciones; asisten a capacitaciones y barras académicas; prestan personalmente su servicio; están sometidos a un régimen disciplinario y hasta trabajan con insumos entregados por la institución. ¿Esto no es una relación laboral?