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jueves, 11 de agosto de 2022

Para quienes nos resulta fascinante litigar en derecho administrativo, seduce la sospecha de que el nuevo escenario político traerá valiosas discusiones jurídicas sobre cómo administrar el Estado. Una de ellas tiene que ver con los límites que tienen los altos funcionarios del gobierno para tomar decisiones, sobre todo en un momento en el que se anuncian cambios vertiginosos y sustanciales que podrían impactar a diferentes sectores de la economía.

La inquietud de muchos es, en pocas palabras, hasta qué punto podrán los altos funcionarios guiarse por su sentir y sus propias ideas al reglamentar ciertas materias. Ello activa una de las más interesantes -y todavía controvertidas- cuestiones del derecho administrativo: el control de las decisiones discrecionales de la Administración.

En términos simples, las autoridades están sometidas a decidir como lo dice la Ley (decisiones regladas), pero en algunos casos tienen la facultad de tomar decisiones discrecionales, que son una expresión de voluntad relativamente subjetiva de la Administración.

Estas últimas decisiones surgen de un razonamiento propio del funcionario con el que escoge una de varias alternativas posibles, por considerarla más oportuna o conveniente. Y, claro, por su naturaleza, no siempre son decisiones inspiradas en argumentos jurídicos, pues muchas veces cubren áreas del conocimiento más específicas, por ejemplo, de un sector económico o de una nueva tecnología.

Las decisiones discrecionales garantizan un espacio amplio de apreciación para que la Administración se ocupe con éxito de las complejidades que conllevan los avances científicos, sociales y económicos. No obstante, este tipo de decisiones pueden dar paso a actos arbitrarios o caprichosos si, en últimas, los funcionarios gozan de algún grado de libertad para valerse de sus propias razones al escoger entre lo que consideran bueno o malo.

Aun así, estamos de acuerdo en que la discrecionalidad no es absoluta y que la ley fija las pautas para tomar tales decisiones (adecuación a los fines y proporcionalidad - Artículo 44 del Cpaca). Pero ese entendimiento y las directrices legales aplicables no parecen solucionar la dificultad que existe al diferenciar las decisiones discrecionales legales de las ilegales.

Y es que un juez no podría declarar ilegal una de estas decisiones solo porque no la comparte, o para pasar a imponer su opinión en una materia específica, en lugar de la visión propuesta por el gobierno. Ello solo crearía un círculo vicioso que giraría alrededor de un insensato criterio de autoridad, como el de los papás frente a sus hijos cuando esquivan la justificación de sus órdenes con un simple “¡Porque lo digo yo!”.

Pues bien, aunque la Administración puede resolver algunos temas con mejores conocimientos técnicos y más rápido, la discrecionalidad no es un atajo ni un permiso para que los funcionarios decidan a su gusto o incorporen a la fuerza sus opiniones.

Por más compleja que sea una situación y aunque involucre áreas de estudio por fuera del derecho, las decisiones discrecionales de la Administración no son infalibles ni están exentas de ser declaradas ilegales.

No será la postura personal de los jueces lo que prevalezca, sino un ejercicio de ponderación con el que podrán valorar si la Administración cometió errores manifiestos de apreciación. El derecho administrativo tendrá así el reflector porque está llamado a asegurar la consistencia y la unidad de nuestro sistema jurídico en época de muchos posibles cambios.