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miércoles, 16 de septiembre de 2020

Si un precio máximo destruye el mercado, ¿qué excedente del consumidor quedaría?

Una de las consecuencias de la pandemia del covid-19 ha sido el crecimiento exponencial de los precios en algunos productos que se han vuelto de primera necesidad, como tapabocas y gel antibacterial. En muchos de estos mercados esto se ha debido al crecimiento significativo de la demanda sumado a restricciones de oferta que elevan los costos.

En España, por ejemplo, la reacción del gobierno fue, en el pico de la pandemia, regular el mercado mediante la imposición de un precio máximo de 0,96€ por unidad de mascarilla quirúrgica. Ante esta medida, las farmacias del país aseguraron que el precio mayorista actual del producto era mayor que ése y que se planteaban salir del mercado completamente para no incurrir en pérdidas.

Si esto se produce, el mercado simplemente deja de existir, produciendo una situación de desabastecimiento peor que la derivada del alza de precios que se quiere remediar. Otra posibilidad es que surja un mercado negro con un precio muy por encima del regulado y, potencialmente, del que se hubiese producido de no haberse impuesto la regulación en primer lugar.

Y si el precio de mercado no supera el máximo impuesto (como parece que ocurrió en el mercado español de tapabocas), ¿cuál es el sentido de la regulación en primer lugar?

Desde un punto de vista de política de la competencia, si se considera que el objetivo último de una economía de mercado competitivo es maximizar el excedente del consumidor (esto es, la diferencia entre el valor que el consumidor le asigna a un producto y el precio que finalmente paga por él en el mercado), la imposición de esos precios máximos debería ser evitada. En efecto, si la imposición de precios máximos destruye el mercado por la huida de los oferentes, ¿qué excedente del consumidor quedaría? Ninguno, evidentemente.

Sin embargo, el profesor Massimo Motta, en una columna reciente, identificó una situación en la que la crisis podría crear artificialmente posiciones de dominio. Si los consumidores, debido a las medidas de confinamiento, pierden la habilidad de visitar varios comercios para comparar precios y comprar productos allí donde estén más baratos, esos comercios adquirirían la habilidad de subirlos. Esto sería debido a que los oferentes ya no enfrentan competencia de otras empresas aledañas y se convierten en monopolios locales. La obtención de esta nueva posición de dominio temporal en un mercado geográfico más estrecho sería el primer ingrediente para abusar de la misma.

No obstante, ¿esta alza de precios surtida a partir de un choque exógeno a los mercados es un problema de derecho de la competencia? No debería. Las empresas simplemente reaccionan a la nueva situación competitiva de un mercado que de repente se ve delimitado más estrechamente por un evento fuera de su control. En principio, esta situación no responde a un esquema anticompetitivo que deba ser recriminado: los monopolios (y sus precios) no son ilegales por sí mismos.

Por supuesto, otra cosa es que se tengan consideraciones por fuera del mercado que lleve a otras intervenciones en el mismo, ya sea desde el sector público o el privado. Por ejemplo, las empresas pueden ver la crisis como una oportunidad para ofrecer precios por debajo del nuevo equilibrio como señal de buena voluntad hacia sus clientes en estos tiempos de crisis. Asimismo, el gobierno podría (¿debería?) subsidiar los mercados que presentan obvias externalidades positivas, como las que se dan con los tapabocas o los geles antibacteriales.