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lunes, 4 de febrero de 2019

Uno de los temas recurrentes de esta columna es la constante preocupación por la congestión judicial y la consecuente ineficiencia de la administración de justicia. Este sentimiento no es solo mío, lo compartimos todos los abogados litigantes que tenemos que explicar diariamente a nuestros representados que sus asuntos, por simples y obvios que les parezcan, toman meses y años en ser resueltos no por desidia de los jueces (porque bajo el principio de buena fe, yo estoy convencida y quiero creer que las demoras no obedecen a deficiencias de los funcionarios) sino por congestión. Sigue siendo un solo juez, con una sola cabeza y el apoyo de unos pocos funcionarios, que debe resolver más de mil asuntos de todas las clases: tutelas, ejecutivos, declarativos, incidentes de desacato, audiencias, comisiones, etc.

Los intentos por regular y mejorar la administración de justicia también han sido tema en esta columna, los proyectos de reforma a la justicia que solo se preocupan por eliminar los recursos (procesales, personales y hasta económicos) y reorganizar las altas cortes sin tener en cuenta al ciudadano del común que es el directo afectado y el verdadero usuario del sistema, entre otras cosas. Hoy, no es la excepción. Un nuevo intento de remedio (o placebo) se está cocinando para que la administración de justicia tenga un alivio y empiece a ser como todos anhelamos: eficiente.

Ya fue publicado en la gaceta del Senado de enero el proyecto de ley por medio del cual se crea el “pacto arbitral ejecutivo”. Una figura novedosa y tal vez un poco extraña para lo que hemos estado acostumbrados quienes hemos estado relacionados con el arbitraje que tradicionalmente se empleaba para controversias declarativas y, por expreso mandato legal, no ejecutivas.

La lógica detrás de este proyecto es que a través de los medios alternativos de solución de conflictos (Masc) se descongestione la rama judicial que, como es bien sabido, entre tutelas y acciones ejecutivas no está dando abasto. Es una alternativa creativa a aquella iniciativa, fortunosamente frustrada, de darle facultades jurisdiccionales a ciertos particulares que constitucionalmente no tienen esa facultad: abogados y notarios, por ejemplo.

Entre las cosas que llaman la atención del proyecto está la confusa redacción, que espero sea mejorada en el curso de los debates venideros. No es claro si el recurso de anulación es contra la sentencia que termina la ejecución o contra el auto que ordena seguir adelante con ella. Ambas providencias son muy distintas. Tampoco es clara si la competencia de la anulación la tiene la Corte Suprema de Justicia, Sala Civil o el Tribunal Superior del Distrito Judicial de la ciudad sede del Tribunal, desafortunadamente la idea les quedó cortada y seguramente esa competencia está relacionada con la cuantía, pero no lo sabremos.

También le otorga facultades a los centros de conciliación para ejecutar los acuerdos que se hayan celebrado en ellos durante el último año y les suma a los árbitros de los arbitrajes declarativos (los tradicionales) la posibilidad de ser los árbitros de la ejecución del laudo, tal como es competente para ejecutar una sentencia el juez que la profirió, siempre que las partes hayas solicitado la ejecución del laudo dentro de los 10 días siguientes a la ejecutoria.

Trae de nuevo una suerte de tarifa legal, superada de antaño, y dispone que las pruebas que hayan de practicarse serán fundamentalmente documentales, de modo que solo excepcionalmente se practicarán otras pruebas y, en lo más tortuoso del proceso ejecutivo: la práctica de medidas cautelares, faculta a los árbitros para comisionar a los jueces. ¿Remedio o placebo? Ya veremos. Este proyecto hay que seguirlo de cerca.