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OPINIÓN

Voto motivado

13 de junio de 2014

Canal de noticias de Asuntos Legales

Por el contrario, desde la Academia he criticado con franqueza todo aquello que me ha parecido erróneo; el criterio neoliberal que ha predominado en materia económica y social; la consagración de la sostenibilidad fiscal para postergar indefinidamente la efectividad del Estado Social de Derecho; la ambivalencia frente al fallo de la Corte de La Haya; el incumplimiento de las medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y los posteriores bandazos presidenciales en el “caso Petro”; su injustificado propósito de inutilizar la acción de tutela; en fin, varias improvisaciones y contradicciones en temas trascendentales. 

Ello, sin perjuicio de reconocer los aciertos de la administración, en especial su positiva actitud y su perseverancia en busca de la terminación del conflicto armado. Un proceso en verdad inaplazable tras cincuenta años de violencia fratricida, en el cual se ha avanzado mucho más que en oportunidades anteriores. La guerra ha sido inútil: no ha producido sino más guerra y más muertos. 

Es claro que, si este proceso tiene éxito, habremos salvado muchas vidas. Si volvemos a fracasar, nos quedará la tranquilidad de haber hecho todo de buena fe, como creemos que lo ha hecho Santos. Apoyar al presidente en esta materia es, como dice la Constitución sobre la paz, un derecho y un deber ciudadano. 

Como puede verse, no he sido ni gobiernista a ultranza, ni acérrimo opositor. He preferido analizar objetivamente lo actuado por un gobernante por el que no voté hace cuatro años, porque lo veía como continuador de la administración Uribe, de la que tampoco fui devoto seguidor. 

He sido crítico permanente de la figura de la reelección desde cuando se propuso. Fue un caballo de Troya, dañino y pernicioso, introducido para desarticular, como se ha logrado en buena medida, la Carta Política de 1991. 

Pero la reelección es hoy constitucional, y Juan Manuel Santos tiene legítimo derecho a aspirar, como lo hizo su antecesor, a ser reelegido. 

Pasada la primera vuelta, hay sólo dos posibilidades: Santos o Zuluaga. Nadie más. Dos candidatos del mismo origen -ambos vienen del uribismo-, con parecidos criterios políticos, y con tendencias similares en materia jurídica, económica y social. Pero debo votar. Como no me parece válido el abstencionismo, y el voto en blanco en la segunda vuelta no tiene efecto constitucional alguno, selecciono según el único punto que diferencia a los candidatos: la búsqueda de la paz mediante el diálogo, esencial y urgente. Votaré por Santos. 

Ahora bien. Hay una gran polarización en el país. Cualquiera de los dos puede ganar, y seguramente habrá una votación reñida: pocos votos harán la diferencia. Si la ventaja es reducida, como es probable, el país agradecerá al perdedor que acepte los resultados sin pataletas, como corresponde hacerlo en una democracia. Por el contrario, desde la Academia he criticado con franqueza todo aquello que me ha parecido erróneo; el criterio neoliberal que ha predominado en materia económica y social; la consagración de la sostenibilidad fiscal para postergar indefinidamente la efectividad del Estado Social de Derecho; la ambivalencia frente al fallo de la Corte de La Haya; el incumplimiento de las medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y los posteriores bandazos presidenciales en el “caso Petro”; su injustificado propósito de inutilizar la acción de tutela; en fin, varias improvisaciones y contradicciones en temas trascendentales. 

Ello, sin perjuicio de reconocer los aciertos de la administración, en especial su positiva actitud y su perseverancia en busca de la terminación del conflicto armado. Un proceso en verdad inaplazable tras cincuenta años de violencia fratricida, en el cual se ha avanzado mucho más que en oportunidades anteriores. La guerra ha sido inútil: no ha producido sino más guerra y más muertos. 

Es claro que, si este proceso tiene éxito, habremos salvado muchas vidas. Si volvemos a fracasar, nos quedará la tranquilidad de haber hecho todo de buena fe, como creemos que lo ha hecho Santos. Apoyar al presidente en esta materia es, como dice la Constitución sobre la paz, un derecho y un deber ciudadano. 

Como puede verse, no he sido ni gobiernista a ultranza, ni acérrimo opositor. He preferido analizar objetivamente lo actuado por un gobernante por el que no voté hace cuatro años, porque lo veía como continuador de la administración Uribe, de la que tampoco fui devoto seguidor. 

He sido crítico permanente de la figura de la reelección desde cuando se propuso. Fue un caballo de Troya, dañino y pernicioso, introducido para desarticular, como se ha logrado en buena medida, la Carta Política de 1991. 

Pero la reelección es hoy constitucional, y Juan Manuel Santos tiene legítimo derecho a aspirar, como lo hizo su antecesor, a ser reelegido. 

Pasada la primera vuelta, hay sólo dos posibilidades: Santos o Zuluaga. Nadie más. Dos candidatos del mismo origen -ambos vienen del uribismo-, con parecidos criterios políticos, y con tendencias similares en materia jurídica, económica y social. Pero debo votar. Como no me parece válido el abstencionismo, y el voto en blanco en la segunda vuelta no tiene efecto constitucional alguno, selecciono según el único punto que diferencia a los candidatos: la búsqueda de la paz mediante el diálogo, esencial y urgente. Votaré por Santos. 

Ahora bien. Hay una gran polarización en el país. Cualquiera de los dos puede ganar, y seguramente habrá una votación reñida: pocos votos harán la diferencia. Si la ventaja es reducida, como es probable, el país agradecerá al perdedor que acepte los resultados sin pataletas, como corresponde hacerlo en una democracia. 

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