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miércoles, 25 de mayo de 2022

En las últimas semanas se ha vuelto a activar la discusión sobre si Colombia debe ratificar el Acuerdo de Escazú. Hay dos posiciones claras: (i) quienes piensan que es indispensable para el país, porque sin él estamos a media marcha de lograr la verdadera participación ciudadana ambiental; y (ii) quienes consideran que no aporta más allá de lo que existe y sí puede amenazar las industrias, dando prerrogativas excesivas dentro del contexto de la participación.

Sin pretender adoptar una postura en favor de uno u otro argumento, es importante decir que Colombia fue el mayor aportante de ideas para la construcción del citado acuerdo, en razón a que ha venido desarrollando importantes instrumentos para fortalecer la participación ciudadana en materia ambiental.

Por ello, debería considerarse antes que nada cómo podemos implementar de manera eficaz lo que ya tenemos. Seguir por la línea de creer que las leyes tienen poderes milagrosos no es correcto. La expedición de nuevas leyes, per se, no acaba con los problemas. Ya tuvimos la experiencia hace unos años de una avalancha de consultas populares en contra de la actividad minera y petrolera, respecto de la cual la Corte Constitucional instruyó que ese no era el camino correcto. Cabe anotar que, en la mayoría de esos casos, los promotores no habían hecho uso del marco legal de la participación ciudadana ambiental, para encausar sus preocupaciones y obtener respuestas o satisfacción a sus demandas, en un claro desconocimiento de la existencia de otras vías.

Tal vez, hacer las cosas complejas hace que sean más difíciles de implementar y sumarle a lo ya existente, sin primero usarlo adecuadamente, pareciera no ser lo adecuado. La educación para la participación ciudadana debe ser una prioridad. La gente debe saber cuáles son las herramientas, cómo usarlas y qué se puede esperar de ellas. Tenemos una historia larga de vías de hecho, por la ausencia de educación para la participación ciudadana. La violencia ha marcado las discrepancias y ello no desaparecerá por razón de contar con nuevas leyes. Así mismo, es lamentable que los defensores del ambiente paguen con su vida la defensa de sus causas. Necesariamente debe existir otra manera de abordar las preocupaciones y necesidades, y esa es la organización ciudadana y el conocimiento.

Recordemos que nuestro marco normativo es amplio y favorable a la participación ciudadana y, en materia ambiental, ha sido ampliado y fortalecido en su interpretación por parte de la jurisprudencia constitucional, que nos ha recordado que tiene rango de derecho fundamental. No cabe duda de que uno de los principales valores de nuestra democracia es la participación. Así quedó establecido en la Constitución Política. Con base en ella se han dictado ocho leyes que dan los lineamientos para ofrecer garantías al ejercicio de los llamados “derechos de acceso”. La primera fue la Ley 99 de 1993, mejor conocida como Ley Ambiental, seguida de la Ley 70 de 1993, la Ley 134 de 1993, la Ley 472 de 1998, la Ley 1437 de 2011, la Ley 1712 de 2014, la Ley 1755 de 2015 y la Ley 1757 de 2015, que se refieren principalmente a cómo tener acceso a la información y a los ámbitos de garantía del derecho al ambiente sano. Todo dentro del contexto de la salvaguarda de los derechos humanos y el desarrollo sostenible como pilar de nuestro modelo de desarrollo.

Los obstáculos que todavía puedan persistir para la implementación real y efectiva del derecho a la participación ciudadana ambiental no son legales sino culturales. El país debe aprender a resolver sus dificultades a través del diálogo y la construcción colectiva, y no de la violencia. Se debe dar cumplimiento a las leyes sin excepción, y creer en nuestros valores como sociedad, sin radicalismos. Somos una maravillosa mixtura y ese es nuestro mayor tesoro.