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jueves, 10 de febrero de 2022

Recuerdo, cuando se expidió el Decreto 806 de 2020, que varios colegas estaban molestos por tener que incluir en copia a la contraparte en el correo con el cual radicaban la demanda. Sostenían que esto le significaba ventajas al demandado, pues conocía la demanda, mucho antes de que esta fuera calificada. Pero ¿qué tiene eso de malo? Sí, el proceso judicial es adversarial, pero no una guerra sin cuartel, donde gana el que juega más sucio, el que más insulta, el que habla más duro. No, gana el que puede probar su caso, el que lo fundamente adecuadamente, el que convenza al juez.

El proceso es eso, un procedimiento a través del cual se busca garantizar a cada parte que pueda exponer su caso para que, luego, el juez tome una decisión que ponga fin al conflicto. A pesar de lo claro que resulta lo anterior, en nuestro sistema han hecho carrera las leguleyadas. Por estas me refiero a esas prácticas que tienen como finalidad usar las vías procesales para objetivos diferentes a los previstos en la norma, generalmente, con el ánimo de dilatar o lograr ventajas insulsas.

Las vemos todos los días. En el campo penal es frecuente escuchar del vencimiento de términos, derivado muchas veces de prácticas dilatorias para que los plazos procesales no se cumplan. En el mundo civil se dan situaciones similares.

La interposición de recursos contra todas las decisiones que profiera el juez es una de las leguleyadas más usuales. El recurso se convirtió en el comodín, en la excusa para ganar unos días más para contestar la demanda o presentar un memorial, aprovechando las cargas excesivas de trabajo que tienen los despachos judiciales.

Por ejemplo, los abogados llegan a presentar incluso dos veces el mismo recurso, con mínimas variaciones para disfrazar el ánimo dilatorio. Es el caso de quien recurre la admisión de la demanda y su reforma con los mismos argumentos, pese a que ya habían sido desechados.

Lo propio ocurre con las solicitudes de aclaración, corrección o adición. Abogados echan mano de errores intrascendentes para solicitar una aclaración, alegando que la providencia es oscura. Por ejemplo, piden una aclaración del auto que concede una prórroga porque el despacho confundió a la parte. Allí no hay duda de a quién se le concede la prórroga, pero siempre es bueno contar con unos días de más, pensarán algunos.

Sin embargo, estas estrategias son en realidad baladíes. Difícilmente un caso se inclina en favor o en contra de una de las partes por haber usado una leguleyada. Tener unos días de más no implica tener pruebas convincentes o que la normatividad sea favorable. Pero lo que sí conlleva es una dilación evitable del proceso.

En el contexto actual es común escuchar propuestas de reforma a la justicia, para hacerla más célere. Una reforma sin lugar a dudas es necesaria, pero del litigante depende en gran medida que las modificaciones que se implementen tengan el efecto que todos ansiamos: una justicia eficaz y rápida. El leguleyo es experto en encontrarle el quiebre a la norma, entonces por profunda que sea la reforma, si no va aparejada de un cambio de cultura, la dilación y la leguleyada continuarán.

Así, el llamado es a intentar evitar acudir a estas estrategias, a permitir que el proceso marche y, sobre todo, a eliminar el mito de que una leguleyada inclina la balanza.