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sábado, 5 de marzo de 2022

El cajón de la mesa de noche de una persona adulta normalmente está apilado de toda suerte de chécheres que rara vez tienen uso. En el comportamiento humano parece estar presente una compulsión por acumular objetos que no necesitamos pero que el orden actual le impone pasarse la vida comprando carajadas irracionalmente para llenar un vacío de consumo, sin más explicación que esa. Lo mismo pasa en las gavetas de la cocina, del baño y algo parecido sucede con las leyes. Por lo menos en Colombia: tenemos tantas que no se si las necesitemos todas, pero las producimos y acumulamos por deporte.

Nuestro Congreso pareciera estar en un estado de desconexión de la realidad que lo hace promover leyes y leyes, y los administrados las soportamos e incorporamos a nuestra vida de forma hipnótica, sin racionalizar mayor cosa sobre lo que pretenden reglamentar. Yo personalmente sigo sin entender cómo es que en un país que aspira a ser medianamente serio, se promulga la nueva ley de seguridad ciudadana y en menos de 15 días es necesario expedir un decreto para corregir el consecutivo de más de una docena de artículos que no siguieron la nomenclatura. Una ley se redactó como se escribe una lista de mercado.

El episodio, que va directo a los anales de nuestra picaresca idiosincrasia legislativa no es el objeto de esta columna, pero hablando de leyes y cosas inútiles, quisiera salir de la zona de confort y cuestionar si la reciente ley de transparencia, prevención y lucha contra la corrupción -Ley 2195 de 2022- es verdaderamente una herramienta para luchar contra la corrupción, o sí servirá para lo mismo que sirve un tenedor automático para enrollar espaguetis que tengo en la cocina.

Para cuestionar lo más básico de la ley, partamos de la base de que el régimen de responsabilidad administrativa de las personas jurídicas por actos de corrupción que se estableció, se origina cuando exista sentencia penal condenatoria ejecutoriada o principio de oportunidad en firme en contra de un directivo o administrador que haya cometido un delito de corrupción del que se pudo beneficiar la empresa. Es como si no supieran que los procesos penales en Colombia pueden tomar más de 5 años, siendo optimistas, y como si las personas jurídicas sólo pudieran actuar a través de su representante legal, ficción superada hace ya unas buenas décadas.

Y ya que zafaron adoptar un régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas –cuestión con la que se puede atragantar más de uno, y no los culpo–, por lo menos habrían podido valerse de las ventajas que tiene establecer una sanción administrativa para la persona jurídica, de forma paralela e independiente del resultado del proceso penal, porque la naturaleza de la responsabilidad que cada sistema plantea es completamente distinta y bien podrían coexistir sin una depender de la otra.

Para no hacerme muy técnico, a lo que voy es que un proceso de responsabilidad administrativa que parte con un rezago de 5 o 10 años frente a la ocurrencia de un hecho (mientras condenan al susodicho), no va a materializar la aspiración de justicia ni va a disuadir en lo más mínimo la ocurrencia de actos de corrupción, por más ceros que le pongan a la multa a imponer.

Y entre todo este panorama, el empresariado, que es el destinatario de toda la normatividad anticorrupción que crece como los chécheres de mi mesa de noche, seguirá navegando entre obligaciones regulatorias, lidiando con interlocutores de distinto tipo y estilo, cada uno con un nombre más difícil de pronunciar (SIC, INVIMA, DIAN, UGPP, UIAF), reportando en los SIREL de cada una, los respectivos ROS, AROS, PEP y demás primos segundos, resignado porque no queda más remedio que sucumbir ante ese parásito histológico que resiste a morir llamado burocracia; porque si de algo sabe nuestro Congreso, es crear instituciones, requisitos y ritualidades que no cambian nuestra existencia. Solo la hacen más compleja y más costosa.

Perdonarán la cantaleta, pero alguien debía pararse en frente de la ley y empezar a pegarle como a una piñata.