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viernes, 16 de noviembre de 2018

Dentro del marco de acciones o herramientas que los diferentes gobiernos pueden plantear para efectos de atraer inversiones, hay dos esquemas que la Ley de Financiamiento o Reforma Tributaria fusiona en su borrador: el tratamiento preferencial para inversiones nuevas y la estabilidad jurídica para quienes desarrollen determinados proyectos. Históricamente, estos beneficios han tenido ciertos problemas, que se señalarán más adelante.
En efecto, el proyecto incluye un régimen tributario especial en renta para personas naturales o jurídicas, residentes o no residentes, que a partir del 1º de enero de 2019, y antes del 2024, realicen proyectos que generen al menos 50 empleos directos y nuevas inversiones por un valor igual o superior a 50.000.000 UVT durante un período máximo de cinco años gravables.
Dentro de los principales beneficios para quienes realicen estas “megainversiones” se destacan: (i) una tarifa de impuesto de renta de 27% (salvo que se trate de rentas provenientes de servicios hoteleros, gravadas a la tarifa de 9%); (ii) la posibilidad de depreciar sus activos fijos en un período mínimo de dos años; (iii) no estar sujetos a renta presuntiva; (iv) si las inversiones son realizadas a través de sociedades nacionales o establecimientos permanentes, las utilidades que distribuyan no están sometidas al impuesto a los dividendos; y (v) los proyectos no están sujetos al impuesto al patrimonio.

Llama la atención el alto monto de inversión exigido para acceder a este régimen tributario especial, teniendo en cuenta que excluye los proyectos relacionados con exploración de recursos naturales no renovables, de infraestructura, de construcción y/u operación de zonas francas.
En este sentido, el universo de potenciales beneficiarios del régimen se limita de manera excesiva; y esto, si bien respeta algunos pronunciamientos de la Corte Constitucional que avalan las discriminaciones para contribuyentes en relación con los topes mínimos de inversión, pareciera dirigir la figura a muy pocos y restringidos participantes. Lo anterior puede llevar a suspicacias en que se cuestiona si, más que una herramienta para atraer proyectos globales, es un premio para unas pocas entidades que ya han definido la realización de inversiones por esos montos.

Adicionalmente, y con el ánimo de darle estabilidad a estos beneficios en caso de que se modifiquen en el futuro de modo adverso al inversionista, el proyecto de reforma incluye la posibilidad de suscribir mediante la Dian contratos de estabilidad tributaria con el Gobierno Nacional. Con ello, la norma parece predecir la posibilidad de un eventual incumplimiento por parte del Estado del mismo régimen, en el que, para asegurar que al inversionista se le respetarán las reglas de juego, este último debe pagar una suma gigantesca.
Incluso pagando tal valor, existe gran incertidumbre sobre la seguridad que tendrán quienes suscriban tales contratos, toda vez que, en ocasiones, el Gobierno Nacional ha eludido el cumplimiento de la estabilidad tributaria o jurídica (dos figuras estructuradas de manera diferente, pero con resultados igualmente indeseables) de empresarios. Tal es el caso de la reforma que incluyó el impuesto al patrimonio (Ley 1370 de 2009) y lo contempló como un “nuevo impuesto”, diferente al estabilizado en los contratos, establecido en la Ley 1111 de 2006. En este, las maniobras del Estado para desconocer sus compromisos hicieron que el Consejo de Estado las calificara como ardids inaceptables.