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jueves, 5 de agosto de 2021

Los participantes del sistema judicial tenemos muchas expectativas y dudas sobre el verdadero impacto positivo que tendrá la reciente reforma a la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia.

En una columna anterior presenté mis observaciones y críticas generales a la nueva ley y no volveré sobre ellas. Hoy quisiera retomar un asunto que en otros espacios he destacado como esencial para agilizar y, por lo tanto, hacer más eficiente el aparato judicial: la necesidad de argumentar de manera pertinente y concisa.

Siguen siendo excepcionales los escenarios judiciales en los cuales los abogados y funcionarios judiciales son breves en sus intervenciones. Aún priman las citas jurisprudenciales innecesarias, la impertinencia de muchos argumentos, las repeticiones sin sentido, la seudo jerga jurídica, la retórica absolutamente innecesaria.

Todos estos defectos no son cuestiones de simple estilo, sino que impactan realmente en la eficiencia de las actuaciones, porque impiden la correcta comprensión de lo que se discute en cada diligencia y extiende la duración de las actuaciones de forma superflua.

Así como los aplazamientos de las audiencias o su iniciación tardía por distintas razones afectan el buen funcionamiento del sistema judicial, la retórica judicial innecesaria también. ¿Alguien ha calculado el tiempo que se pierde en una diligencia por todos esos vicios de la argumentación y el mal manejo del tiempo? Hice unos ejercicios que técnicamente no son una muestra representativa del asunto, pero sí indican el impacto que tiene.

En resumen, luego de volver a escuchar un par de diligencias en las que participé -un juicio oral y una audiencia de acusación-, me concentré en contar el tiempo empleado en la lectura de citas jurisprudenciales extensas, la repetición de argumentos y la referencia a aspectos abiertamente impertinentes. Todos esos comportamientos tomaron más del 50% del tiempo de las diligencias; mejor dicho, sólo menos de la mitad del tiempo de las diligencias fue útil.

En últimas, más allá de las reformas legales que se hayan hecho y otras que puedan hacerse, pienso que un verdadero cambio de la administración de justicia requiere una nueva formación y, más aún, un cambio de mentalidad de quienes participan del sistema: jueces y magistrados que dejen de creer que fallos extensos equivalen a estar bien argumentados, litigantes que sean concretos y con claridad de lo que quieren y de cómo pedirlo, participantes del sistema judicial que sepan organizar bien sus ideas y expresarlas de forma clara y directa.

Mientras la retórica judicial se siga viendo como una verdadera habilidad, incluso como algo necesario y, como he escuchado a algunos, que le da ‘decoro y carácter’ a la justicia, el sistema seguirá siendo innecesariamente lento e ineficiente. De nada servirá invertir millones de pesos en mejorar tecnológicamente los despachos o contratar más jueces -que en buena medida es el objeto de la reforma reciente-, si no se comienza por un cambio de las prácticas judiciales que van más allá de dinero o normas.