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miércoles, 18 de diciembre de 2019

En los últimos tiempos, hemos sido testigos de múltiples disquisiciones jurídicas en torno al tema de las estampillas, que han sido objeto de conceptos y oficios de la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales (Dian), sentencias de nulidad por parte del Consejo de Estado y de exequibilidad por parte de la Corte Constitucional.

Para citar solamente un ejemplo, en la sentencia C-221 de 2019, la Corte Constitucional declaró exequibles los partes demandados de la Ley 1697 de 2013, por medio de la cual se creó la estampilla Pro-Universidad Nacional y demás universidades estatales. El actor adujo la violación del artículo 359 de la Constitución Nacional que prohibe crear rentas con destinación específica, salvo aquellas destinadas a la inversión social y del artículo 338 de la Constitución Nacional, en el entendido de que dicha estampilla no cumplía con los requisitos para ser considerada una contribución parafiscal.

La Corte Constitucional concluyó que dicha estampilla no era una contribución parafiscal, sino un impuesto con destinación específica y que, al destinarse a inversión social, sí podía crearse dicho impuesto. En relación con esa misma ley (Ley 1697 de 2013) la Sala de Consulta y Servicio Civil del Consejo de Estado se había pronunciado el 7 de diciembre de 2015 y había señalado que la estampillas se consideran tasas parafiscales (no impuestos), con lo cual reiteró la jurisprudencia anterior del Consejo de Estado en ese mismo sentido.

Más allá de los análisis jurídicos la naturaleza jurídica de las estampillas; sobre si los departamentos y municipios pueden o no crearlas y bajo qué presupuestos; sobre si debería existir un número límite de estampillas que pudieran imponerse a los contratos, sobre si todas o solamente algunas entidades son sujetos activos del tributo; vale la pena preguntarse si se justifica la existencia de dichas estampillas.

En efecto, por tratarse de impuestos directos, que gravan a las sociedades y demás sujetos pasivos por la realización de contratos de obra pública y similares, no habría, en principio, lugar a que el impuesto pagado se le transfiriera a un tercero, como sucede en el caso del IVA o en el impuesto al consumo. En realidad, el problema en este caso es a quién se le traslada la carga económica del tributo, ya que la sociedad constructora incluye el valor a pagar por concepto de la estampilla como un costo e incrementa el valor del contrato; es decir, le traslada el valor de dicho tributo a la entidad pública que recauda el mismo, con lo cual la entidad pública de que se trate (sujeto activo del tributo), termina siendo la que asume el valor del mismo (sujeto pasivo) y la que recauda el impuesto (sujeto activo). En otras palabras, lo que estamos pasando por alto es que los sujetos pasivos del tributo están adicionando ese valor a los costos de la realización de la obra; es decir, transfiriéndole el valor del tributo a la entidad púbica con la cual contratan y que es la que recauda el valor del tributo.

Con base en lo anterior, la pregunta es si se justifica la existencia de las estampillas teniendo en cuenta estas consideraciones, el desgaste administrativo que suponen, las múltiples demandas que al respecto existen o si, más bien, debería crearse un impuesto que sí respete el principio de la unidad de caja presupuestal, del principio de buena fe al cual deben ceñirse las actuaciones de las autoridades públicas y en el que sí se logre el cometido de gravar una verdadera fuente de riqueza.