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martes, 13 de noviembre de 2018

La Constitución sienta las bases para el funcionamiento del Estado democrático de Derecho, pero también, las del sistema penal. La constitucionalización del Sistema Penal nos viene desde la declaración Francesa de los Derechos Humanos y aun un par de años atrás, desde 1787 con la Constitución de los EUA. Se basa en que el ejercicio del ius puniendi es una expresión del poder político que debe estar regido por la prohibición de exceso que demanda un juicio de ponderación entre la carga que supone el castigo penal y el fin perseguido. Precisamente la intervención mínima del derecho penal se dirige a proteger bienes jurídicos esenciales con una adecuada graduación de las penas.

Ese poder punitivo del Estado hoy se viene exacerbando como consecuencia de la administración de nuevos riesgos en la sociedad de la postmodernidad caracterizada por la globalización y el desarrollo de las nuevas tecnologías, la incertidumbre de sus efectos y el miedo a la concreción de riesgos cuya materialización produce efectos catastróficos.

Derrames masivos de crudos, accidentes en plantas nucleares, contaminaciòn del aire y contaminaciòn auditiva, envenenamiento de alimentos, producción defectuosa de medicinas o de autopartes, manipulación genética y de especies vegetales, calentamiento global, terrorismo, armas de destrucción masiva, lavado de activos, corrupción, entre otros, son fenómenos que tienen como denominador común la actividad humana y la incertidumbre de sus consecuencias o mejor, el miedo a sus consecuencias.

Ello ha conducido a la expansión actual del derecho penal; a la creación de nuevos bienes jurídicos de fuente constitucional objeto de protección y a la flexibilización de las garantías procesales y de atribución de responsabilidad, afectando principios clásicos del derecho penal y del derecho constitucional como los de legalidad y lesividad.

Lo que el Estado hace es atacar y combatir peligros y la pena se dirige a la protecciòn de la comunidad por la potencialidad de ataques futuros. Se presenta un cambio de paradigma de la ley penal protectora de la sociedad, a una anticipación de la responsabilidad, penas altas y restricción de acceso a beneficios. La punibilidad ya no es retrospectiva para reaccionar ante un hecho ya cometido, sino prospectiva para prevenir hechos futuros con penas a veces desproporcionadamente altas.

Por ello, la administración de nuevos riesgos se ha convertido en un asunto de urgente estudio para determinar más allá del riesgo que sería admisible en una actividad empresarial o personal constitucionalmente permitida, cual es el nivel de riesgo que ya no es tolerado, sino desaprobado y hasta donde en beneficio de la seguridad, es necesario y posible hacer sacrificios en materia de garantías

Este asunto de los riesgos y su administración es materia que incluso llega al derecho constitucional de la libertad, cuando quiera que en la sociedad actual la política anticriminal se orienta a flexibilizar las garantías procesales,( incluida la de libertad), para ganar en seguridad. Cada vez más el Estado está dispuesto a tolerar menos frente a la concreción de los peligros de fuga, de obstrucción a la justicia o el peligro frente a la comunidad o la víctima. Cada vez la sociedad ve con mayor recelo la libertad en detrimento de la seguridad y la detención en domicilio. Por ello, el modelo garantista afana su discurso y advierte los peligros de una legislación peligrosamente eficientista.

Lo cierto es que los límites al poder punitivo del Estado y a la persecución penal se tornan necesarios para alcanzar un sistema JUSTO como el que reclama el preámbulo de la Constitución y el Derecho Internacional de los DH. No podemos olvidar que “La ley no debe establecer más penas que las estricta y manifiestamente necesarias” (art. 8) DFDH de 1.789. Tampoco, que el respeto por la dignidad de la persona humana como fin último del Estado es el principio alrededor del cual gira el entero sistema de derechos y de garantías constitucionales y procesales y se erige como una forma de actuación de todas las autoridades. Constituye una guìa para el obrar del funcionario y particularmente del judicial bajo reglas de ponderación, proporcionalidad y razonabilidad.