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lunes, 10 de agosto de 2020

Al margen del revuelo y polarización que vive el país, la medida de aseguramiento proferida contra el expresidente Álvaro Uribe, da lugar a múltiples reflexiones de interés general con independencia -de ideologías y de partidos. Haré algunas con la previa y muy importante advertencia de que no soy uribista, ni conozco ni tengo vínculo alguno con el expresidente ni con sus allegados, ni con su partido.

Según información hecha pública por el Centro Democrático en sus redes sociales, Álvaro Uribe denunció al senador Iván Cepeda porque existirían pruebas que indicarían que Cepeda visitó presos en cárceles de Colombia y el exterior en busca de testigos para incriminarlo -con cargo a dádivas y beneficios-. Un magistrado a cargo del caso desestimó las pruebas y convirtió al expresidente de acusador en acusado.

La primera reflexión frente a esos hechos es la vigencia de las garantías fundamentales a las que todo ciudadano tiene derecho. Preocupa que en nuestro país pudiera hacer carrera la peligrosa tesis de que esas garantías son de plástico y algo peor, que se pueden omitir sin consecuencias.

El país tiene derecho a preguntarse ¿con base en que qué se desestimaron las acusaciones de Uribe contra el senador Cepeda, así como los testimonios y las pruebas que lo sustentaban? ¿Cómo y por qué pasó el expresidente de acusador a acusado?

La opinión publica conoce que en el marco de la investigación de un caso relacionado con el llamado “Cartel de la Toga”, el mismo magistrado ordenó la interceptación del teléfono del representante a la Cámara Nilton Córdoba y “por error” interceptaron el del expresidente durante más de un mes. Tampoco es mucho pedir explicaciones acerca de ¿cómo y por qué se cometió ese acto incalificable? ¿Cómo y por qué se legalizó esa interceptación y se trasladó parte de su contenido al expediente de Uribe para usarla como prueba en su contra?

La defensa alega también que les negaron múltiples pruebas solicitadas mientras que fueron aceptados testimonios contradictorios y carentes de credibilidad, sólo porque eran en su contra.

Hemos asistido impávidos a una práctica cotidiana de constantes filtraciones de pruebas sometidas a reserva del sumario, que terminaron en manos de periodistas y columnistas. Cómo desconocer el hecho de que ese uso malsano de una información que es legalmente reservada tiene la capacidad de influenciar a la opinión pública, lo que lesiona gravemente los derechos de los ciudadanos.

En cuanto a la detención, ¿realmente representa Uribe una amenaza o peligro para la sociedad y para la justicia?
Son todos interrogantes válidos, que merecen respuesta, pero se ha visto que a quienes los plantean se les exige respeto por las decisiones de la justicia. No es la política ni es Uribe. Jurídicamente habría que llegar al fondo de las cosas, porque el desconocimiento de las garantías constituye una amenaza para cualquier ciudadano. Sería irresponsable permanecer ciegos, sordos y mudos frente a hechos de esa magnitud y es inadmisible que se pretenda que la ciudadanía se limite a escuchar la versión de un sólo lado de la historia. De hecho, la Corte notificó la medida a través de un comunicado de prensa.

Sería inconcebible que en Colombia existiera un doble rasero para administrar justicia. Quienes se están frotando las manos con la detención de Uribe deben advertir que, si se entronizan las malas prácticas en la justicia, nadie estará exento de la plasticidad con la que se apliquen las garantías constitucionales. Cuando se percaten de ello, quizás ya sea demasiado tarde.