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martes, 25 de junio de 2019

En este espacio ya nos habíamos referido a los extraños aranceles, de 37,9% o de 10% ad-valorem, más tres USD por kilo bruto -según el precio FOB declarado por kg, que ordenó establecer el Congreso en la Ley del Plan Nacional de Desarrollo a las importaciones de confecciones.

Se señaló que esa orden era una inaceptable intromisión del Congreso en las funciones asignadas privativamente por la Constitución al Ejecutivo (modificar la tarifa, aranceles y demás disposiciones concernientes al régimen de aduanas, por razones de política comercial) y por eso quebrantaba de manera grosera la Carta.

Pero lo más grave es que esa Ley refleja el desprecio y falta de respeto del Congreso por uno de los pilares básicos de cualquier democracia como lo es la división de poderes. ¿Si el mismo Congreso no respeta los fueros de las otras ramas del poder público qué ejemplo está dando para que el ciudadano del común respete y acate las leyes?

Es claro que las razones que inspiraron los aranceles no son extraordinarias (necesidad de proteger la producción nacional del contrabando técnico y de las importaciones de bienes elaborados con mano de obra barata). Ellas son parte del escenario propio del comercio internacional que usualmente se rige por la ley de la selva, pues allí circulan no sólo bienes que se transan en condiciones de libre y leal competencia, sino que es usual encontrar excedentes de producción, bienes subsidiados, sub-facturados y a precios de dumping, etc., y es claro que el arancel no es la herramienta idónea para combatir estos fenómenos.

Para ello se han diseñado los mecanismos de defensa comercial (antidumping, salvaguardias, normas de valoración aduanera, entre otros) y las sanciones aduaneras. Así que los aranceles aludidos carecen por completo de justificación.

Como si lo anterior fuera poco, estas tarifas generan un verdadero caos y desorden en materia arancelaria, pues excluyen a las confecciones de la política arancelaria diseñada por el Gobierno. Pero, además, atentan contra la flexibilidad que es la esencia del manejo arancelario, toda vez que las alícuotas son rígidas y en principio sólo podrían ser modificadas por otra ley, lo que suprimiría la posibilidad de modificarlas o adaptarlas a la dinámica cambiante del comercio internacional.

Esta intromisión del Congreso en la política arancelaria genera un privilegio, una discriminación, en favor del sector de la confección y en contra de otras ramas de la producción que están igual o aún más expuestas y vulnerables a las distorsiones del comercio exterior, verbigracia: el sector metalmecánico, el agrícola, el de los biocombustibles, el calzado y los textiles que se utilizan como materia prima por los mismos confeccionistas, con lo cual estos aranceles vulneran el principio de igualdad.

Finalmente, las tarifas establecidas por la Ley del Plan quebrantan los compromisos adquiridos por Colombia en los TLCs, toda vez que no se establece excepción alguna para las importaciones originarias de los socios comerciales del país.

Al margen de lo anterior, cabe formular los siguientes interrogantes: ¿Conserva el Gobierno sus facultades constitucionales para manejar y modificar los niveles arancelarios? Si la respuesta es positiva, puede el Gobierno: i) ¿Negarse a acatar la orden del Congreso? ii) ¿Modificar estos aranceles o incluso reducirlos a cero?

Estos son los resultados de legislar a machetazo limpio.