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sábado, 15 de octubre de 2022

Más que un simple cambio de gobierno, lo ocurrido en Colombia el 7 de agosto ha sido, ni más ni menos, que la toma del poder por la clase trabajadora, por vía democrática sí, pero no por ello renunciando en un ápice a sus más queridos ideales. Por el contrario, siendo ahora los “dueños” del poder, lo sienten como la oportunidad histórica para hacerlos realidad. El fundamento del cambio tiene nombre propio: poder popular, expresado, en lo laboral, en el propósito señalado por la ministra de Trabajo, de una mayor sindicalización y un Estatuto del trabajo expresión pura y dura de las aspiraciones sindicales y de la izquierda en general, en relación con su archienemigo estructural e ideológico: el capital.

Cualquier observador externo de nuestra realidad labora, de seguro habría tomado nota del común denominador en las disputas laborales en Colombia entre trabajadores sindicalizados y empleadores: en todas ellas subyace, bajo el reclamo de tipo puramente legal, el discursillo del “atropello” por parte de la empresa a los derechos de los trabajadores, es decir, un problema de enfrentamiento de clases: el capital, para ellos por naturaleza atropellador y depredador y cuyo único propósito en la vida es -siguiendo el postulado marxista tan cercano a tanto dirigente- esclavizar al trabajador y obtener de él el mayor provecho económico aún a costa de su propia vida (el reloj se les detuvo en el siglo XVIII, con la Revolución Industrial), y la clase trabajadora víctima histórica de ese satánico capital.

Esta narrativa, ahora en el poder, representa para las empresas retos muchísimos más profundos y complejos de los experimentados en épocas anteriores, incluso con ministros de izquierda como Clara López. El resentimiento histórico-ideológico es tan arraigado, y las ansias de revancha tan enquistadas en el discurso, que lo que está en juego para ellos no es otra cosa que la misma legitimidad de las empresas en lo que al destino de la sociedad colombiana se refiere: el solo hecho de tener que aceptar la presencia y rol del capital en ella les resulta insoportablemente chocante.

Este desafío -legitimarse ante el poder y el sector de la sociedad que lo sigue-, demandará de los responsables del talento humano, así como a los respectivos gremios, entender que la cuestión va mucho más allá de un apretón de tuercas por el Ministerio de Trabajo (como lo están entendiendo algunos con escasa visión de las cosas). Para enfrentar exitosamente el reto que supone este nuevo y preocupante estado de cosas, este profundo y preocupante cambio que se ha dado y cuyas consecuencias están aún por verse, será necesario desplegar muchísima madurez gerencial, así como un sentido del liderazgo humano que le permita a las empresas reconfigurar el diálogo con sus trabajadores y los sindicatos: generar nuevas y más profundas formas de confianza y respeto recíproco. Llegó el momento de un endomarketing orientado no solo a fidelizar -como ya se venía haciendo- a los trabajadores, como a hacer de ellos socios de una narrativa nueva orientada a desvirtuar el discurso de la lucha de clases, narrativa que recupere y repotencie el papel fundamental de la empresa en sus vidas y en la sociedad de la cual unos y otras hacen parte.

Este nuevo escenario significa retos inéditos y diferentes, amén de un altísimo nivel de incertidumbre, comoquiera que las empresas deberán enfrentar situaciones a las cuales no están acostumbradas, por el solo hecho de darse éstas en un contexto absolutamente novedoso y, por qué no, revolucionario. En últimas, se trata de valerse de un lenguaje de validez universal que sea respetado por ese poder popular: los estándares de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, que incorporados en la cultura empresarial generarán confianza, transparencia, a la vez que mayor claridad respecto de los derechos y deberes de las empresas frente a los sindicatos y las autoridades.