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martes, 23 de marzo de 2021

Esta semana se presentaron ante el Congreso, entre otros, dos proyectos de ley que reflejan la profunda división en la forma de legislar que existe en materia de política criminal. Uno de estos proyectos responde no sólo a la forma más pura de la compasión humana, sino que se configura desde el saber científico, la evidencia estadística y el respeto a las directrices impuestas por la Constitución de 1991 en materia de fines legítimos de la pena. El otro no sólo se configura desde una perspectiva revanchista, sino que omite por completo las recomendaciones de expertos en materia de prevención del crimen, está basado en un acto legislativo cuya constitucionalidad es profundamente cuestionable e invierte completamente la lógica de esos fines constitucionales de la pena que se estudian el primer día de la primera clase de derecho penal en la universidad.

El primer proyecto al que hago referencia es el Proyecto de Ley de Segundas Oportunidades, promovido por la Fundación Acción Interna, cuyo propósito es ofrecer mecanismos reales de resocialización a la población post-penada mediante incentivos para la generación de programas de empleo a aquellas personas que han cumplido a cabalidad las penas privativas de la libertad que les han sido impuestas. Más allá de la fantástica labor humanitaria que hace esta Fundación, este proyecto de ley responde a una lógica científica básica, y es que sin lugar a duda existe un nexo entre la criminalidad y la ausencia de oportunidades para un sector de la población. Cuando a esta ausencia de oportunidades se le suma la estigmatización de aquellos que han sido condenados, la probabilidad de reincidencia aumenta exponencialmente. No es coincidencia que las jurisdicciones con menores índices de reincidencia son aquellas en donde la pena se cumple en condiciones más humanas y, una vez se termina, existe un esfuerzo estatal para garantizar que la reincorporación a la vida productiva sea posible, y no en aquellas con las penas más largas o prisiones más duras..

El segundo proyecto es, por supuesto, la regulación de la cadena perpetua en Colombia, presentado por el Ministerio de Justicia para regular el A.L. 01 de 2020. A pesar de los esfuerzos de académicos y comisiones de expertos para evidenciar la inutilidad de la figura como mecanismo para prevenir la comisión de delitos, y las numerosísimas advertencias de que la condenacadena perpetua es completamente contraria al núcleo esencial de la Constitución Colombiana, la figura ha continuado haciendo carrera, con configuraciones cada vez más alejadas de los principios de dignidad humana y resocialización. En esta versión, el carácter de revisable de la pena, que era el único aspecto rescatable del A.L. 01 de 2020, se limita de tal forma que una persona cuya resocialización se ha comprobado por un organismo competente para ello, tiene que obligatoriamente cumplir al menos 25 años adicionales de pena privativa de la libertad, es decir, 50 años como mínimo. Olvidaron los legisladores que la retribución existe en nuestro sistema como límite máximo de la pena, y la convirtieron en el límite mínimo, deshaciendo 200 años de evolución en materia de teoría de la pena.

Afortunadamente, esta semana ocurrió un tercer evento importante en esta materia, y es la admisión de la demanda de constitucionalidad contra el acto legislativo mencionado. Esta decisión, que tendrá que definir de manera sustancial el concepto de dignidad humana incorporado en la Constitución, es la última oportunidad de reencausar el sistema de fines legítimos de la pena en Colombia. Desde la promulgación de la Ley 599 hace más de 20 años, el sistema de proporcionalidad de las penas se ha venido desarticulando como consecuencia de una política criminal atomizada y populista, por lo que queda en manos de la Corte Constitucional proteger este sistema de la estocada final que acabaría completamente con su racionalidad estructural.