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martes, 3 de diciembre de 2019

El pasado 31 de octubre, Uber anunció que había cancelado una inversión de US$40 millones en Colombia, capital que hubiera sido destinado a la creación de un “Centro de Excelencia”. El objetivo de la empresa era contratar personal que prestara soporte técnico, análisis de datos y atención a los usuarios en distintas modalidades en Latinoamérica.

Según la compañía, la cancelación del proyecto se debe a la falta de seguridad jurídica para sus operaciones en el país. Mientras que Uber opera legalmente en 80 jurisdicciones en América Latina, en Colombia le ha sido imposible encontrar un marco de regulación apropiado.

Según un absurdo criterio del Ministerio de Transporte, las operaciones de la empresa son ilegales porque Uber no se ha registrado como una empresa de transporte, mientras que la compañía considera que opera exclusivamente en el campo de la tecnología.

Por otro lado, durante el anterior gobierno, el Ministerio de las Tecnologías aseguró que la plataforma digital de no puede cancelarse, pues lo impide la neutralidad de la red. Es decir, mientras la legislación no declare ilegal a la compañía, lo cual no ha hecho de manera explícita, sus operaciones son legales en los ojos del MinTic. Para agregar a la confusión, el anterior director de la Dian declaró que, aunque Uber le paga al fisco sustanciales cantidades de IVA, esto no significa que sea una empresa legal en Colombia.

Frente a tal nudo gordiano de ligerezas, disparates y vaivenes burocráticos, la decisión de Uber de no invertir en Colombia más de lo necesario es del todo entendible. El problema, sin embargo, es que no solo están en juego los US$40 millones que seguramente serán invertidos en un país competidor. Este episodio, de hecho, es solo el último en la ya larga guerra que ha librado el Estado colombiano contra la economía colaborativa.

Otros ejemplos notorios de esta cruzada contra la innovación son la insistencia del Ministerio de Trabajo en considerar a los “rappitenderos” empleados de Rappi, y la decisión del ministerio de Comercio de obligar a los usuarios de Airbnb del lado de la oferta a inscribirse en el Registro Nacional de Turismo antes de alquilar sus casas, apartamentos o fincas a través de la plataforma.

En cada uno de estos casos, el Estado colombiano ha actuado según los intereses de burócratas, políticos y / o poderosos gremios, grupos influyentes que se han rehusado a aceptar la esencia de la economía colaborativa con el fin de erigir obstáculos innecesarios frente a su libre desarrollo.

Como explican los autores del Índice de Economía Colaborativa del Instituto Sueco Timbro, las plataformas digitales se limitan a conectar a unos usuarios que demandan un servicio- ya sea el transportarse dentro de una ciudad, recibir un domicilio de un restaurante o encontrar una habitación para hospedarse durante un viaje- con otros usuarios de la misma plataforma que ofertan el servicio en cuestión.

La empresa que crea y opera la plataforma se limita a ser un intermediario que conecta a los usuarios del lado de la oferta con los usuarios del lado de la demanda. Dicho rol incluye suministrar un sistema de pagos entre las partes (por medio del cual cobra debidamente una comisión) y, en muchos casos, un mecanismo que les permite a los usuarios calificarse a sí mismos según su grado de satisfacción. Esto último soluciona el fundamental problema de generar confianza entre extraños que, al usar una misma plataforma, aceptan un sistema compartido de reglas y valores.