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lunes, 9 de abril de 2018

En Colombia las autoridades abren no más de 10 investigaciones al año por prácticas comerciales restrictivas. Por más esfuerzos que se hagan del lado de la función sancionatoria del Estado, esa vía nunca alcanzará por si sola a controlar el daño que ocasionan los carteles empresariales, las colusiones y las demás conductas anticompetitivas.

Aparte de continuar estimulando los programas de delación y abogacía de la competencia, valdría la pena que se considere seriamente en incentivar prácticas generalizadas de autocontrol empresarial, creando incentivos legales para que las empresas adopten programas de cumplimiento de norma al interior de sus organizaciones. Si en el mediano plazo se lograra generar una cultura generalizada entre el empresariado formal del país de establecer programas serios y efectivos de cumplimiento de norma, con seguridad habremos avanzado como nunca en la difícil tarea de erradicar las más graves conductas anticompetitivas del panorama empresarial colombiano.

Me refiero a figuras novedosas, algunas de las cuales ya se han probado en otras latitudes, como por ejemplo la posibilidad de que las empresas que adopten y mantengan programas de cumplimiento que satisfagan un estándar mínimo verificable, puedan contar con plazos más amplios para hacer uso de la figura de la delación y puedan acogerse a un régimen más favorable en materia sancionatoria. No se trata de ablandar radicalmente los topes de multa, pero sí de generar un incentivo razonable para que se pueda generalizar el modelo preventivo que puede ser mucho más eficaz y menos costoso que el esquema simplemente correctivo.

Son muchas las empresas que ni siquiera tienen un conocimiento básico sobre cuáles son los límites legales de su comportamiento empresarial, lo cual es más notorio en el derecho de la libre competencia, en donde muchas conductas prohibidas pueden resultar contra intuitivas. En muchos casos, por ejemplo, cuesta trabajo entender que las leyes reprochen comportamientos de colaboración empresarial o de intercambio de información, lo que solo se viene a apreciar correctamente cuando se analiza integralmente el objetivo que persiguen todo el cuerpo jurídico de la competencia.

La idea no es llenar las gavetas de los gerentes de manuales antitrust que sólo se leen una vez y pasan al olvido, sino realmente instalar una serie de nuevos hábitos internos que ayuden a reducir los riesgos y que permitan que se disparen tempranamente las alertas cuando la empresa está cerca de cruzar alguna línea problemática.

El primer paso es entender el mercado, el sector y las características específicas de la empresa para diseñar un programa a la medida de cada caso y procurar la máxima efectividad. A ello debe seguir un adecuado diagnóstico de los riesgos y a partir de ello, la formulación de las nuevas reglas de comportamiento.

Luego se debe sumar un protocolo de actuación de rutina que deje establecidos roles y responsables y otro protocolo para los eventos en que se dispara una alerta temprana.

Dentro del marco de indicadores que se debe crear para hacer seguimiento al programa, deben incluirse algunos especialmente diseñados para alertar cuando el programa esté perdiendo efectividad.

Lo que menos se quiere es crear la moda de adoptar manuales genéricos que repiten una retahíla de políticas y procedimientos y que solo sirven para alardear de que se cuenta con buenas prácticas empresariales y, en cambio lo que se busca es realmente construir una nueva cultura empresarial que se esfuerza proactivamente por prevenir los riesgos de incumplimiento de norma. Para lograrlo, pienso que lo mejor es darle impulso al tema desde una política pública de incentivos, que puede estar integrada al concepto de abogacía de la competencia.